Uno, dos, tres...
Subes en el ascensor con un hombre vestido de mameluco, que carga una caja metálica. Tú bajas, él sigue.
Llegas y entras como una tromba, inesperada y caótica intromisión, desparramando a tu paso un cúmulo de papeles, que él trata con gesto inútil de recuperar antes de que la lluvia de hojas llegue al suelo. En vano manotea en el aire. Se agacha simulando una mueca de fastidio, y emite bufidos airados, mientras tú pides disculpas con palabras entrecortadas por la respiración. Intentas colaborar, y lo observas de reojo; temes haberla arruinado. Vuelve al escritorio y te señala un asiento con la cabeza, que ocupas con actitud de fugacidad. Las piernas muy juntas, el cuerpo inclinado hacia adelante, las manos unidas sobre las rodillas aún sostienen hojas desarmadas. Toda tu cara es expresión de alerta. Un temblor generalizado anuncia tu inminente cambio de postura. Te mira como diciendo: “Ahora estoy ocupado, ordenando estos papeles...¡Espera!”. Regresas los tuyos al escritorio, y te incorporas. Las manos sobre la cintura, meneas el tronco con gesto atlético, buscando relajarte. El cuerpo estirado, la nuca se vuelca sobre los hombros, y la sombra de una enorme biblioteca se te viene encima. Tu mirada vaga por la variedad de títulos. Una pierna se sacude, con desorden de impaciencia. Parece necesaria una descarga urgente a tierra.
Decidida, te vuelves. Su nuca te atrae como un imán. Clavas la mirada en esa imagen que la concentración de él inmoviliza. Acercas los dedos sin pedir permiso, y comienzas a revolver en la brevedad de sus cabellos entrecanos. Ni se inmuta. Te inclinas para observar la pantalla con su trabajo. Él mira hacia arriba y recuesta la cabeza sobre tus dedos, ya automáticos. Pide más tiempo, y con los dedos indicas terminante: “Se acabó”, y acto seguido ocupas tu lugar sobre sus rodillas. Él intenta concluir algo, y busca espiar la pantalla por un costado. Le quitas los anteojos con gesto simple y conocedor. Él parpadea e insiste de memoria con el teclado. Le tomas las manos y cubres tus pechos con ellas, blandas, tibias, de adaptación perfecta.
Él sonríe, entrecierra los párpados, y centra la mirada en su sitio predilecto: tu boca. Pasa luego a tus ojos, sube por la línea rosada de la mejilla hacia la oreja, se detiene en los bucles que se agitan como dóciles resortes. Tu respiración entrecortada los excita, lo mismo que a las ventanas de la nariz. Vuelve a tus ojos, ahora muy abiertos, dilatados, contemplables como la quinta hora de un atardecer en la playa, puertas abiertas hacia un paraíso perdido. Tu activada condición se aquieta. El temblor se afina y el frío de tus manos se disuelve en su cuello, que las comprime alternadamente con un leve movimiento de hombros. A través de sus ojos oscuros, también muy dilatados, vislumbras paisajes desconcertantes, de colores vivos. Te mira respirar, lo miras mirar. Abandona tu pecho por la concavidad de las axilas, como niño que se alza te atrae hacia sí, hacia un crepúsculo que se inicia mostrando praderas interminables donde los pastos son mecidos por la brisa, y allá lejos pastan caballos salvajes, y en sus bordes crecen árboles enormes que se acercan a las nubes, blancas y algodonosas figuras que bailan en el viento, y allá abajo una casita toda mazapán de techo muy rojo y chimenea humeante, y la serpiente verde del río de socavadas paredes, trae el contenido de un lago azul, cristalino, recostado más allá, tan tranquilo y profundo como tu mirada que se hunde en la oscuridad de tus párpados, que se unen para cerrar las ventanas y abrir de par en par los otros sentidos, exaltados hasta el delirio, combinados entre sí hasta la exasperación...
Te desprendes de él, como se desmadra del rollo un trozo de cinta aisladora. Temblando y ansiando volver al natural abrazo, a la adhesiva adhesión, o...
El electricista, en el piso de arriba, corta con los dientes el trozo negro de cinta aisladora, y encinta con rápidos y exactos movimientos una unión de cables.
“Ya no te deseo”, le dices, saltando desde sus piernas, que quedan sorprendidas, aguardando ya lo imposible.
“¿Por qué?”, gritan sus ojos pequeños ahora, oscuros, cerrados.
“No lo sé...yo soy así", y te vuelves y corres, furiosa, poseída por una impensada e involuntaria rabia hacia la puerta de calle.
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