[Publicado en El descensor Nº 3 / Mitologías / http://sites.google.com/site/revistaeldescensor]
Ya llevo más de doscientos años ensayando gestos que nadie percibe pero que unos cuantos disfrutan. Y cómo disfrutan. Dos siglos quitando cosas de aquí, acumulando otras más allá. Pero debo aclarar que mucho antes acaricié los cuerpos de los hermosos negros que traíamos en barco, siempre apretujados y sudorosos. Cerré, también, con firmeza esos grillos que amarraban a tantos indios y mestizos americanos. Hasta me han aclamado al entrar triunfante en distantes puertos de oriente. Sí, costó mucho acomodar las piezas, comprar conciencias, domesticar a los jacobinos. La sangre colándose por las alcantarillas, las cabezas rodando por los empedrados suburbanos, el genocidio de pueblos enteros, todo fue necesario, pero he tenido mi recompensa. Un ejército de narcisos desconfiando, siempre desconfiando, de los arcaicos plurales: nosotros, ustedes, ellos. Una pocas reglas, una sola quizás, y a construir el mundo, colmarlo de avances científicos, de progreso sin horizontes.
Dos centurias, dos largas centurias demandó la tarea. Primero, persuadir a los poderosos, luego convencer a los economistas, más tarde, conquistar los templos y los cuarteles, y por último, arrebatar el planeta, navegar sus mares, volar de un continente a otro. Yo, guía etérea, señalando el norte, siempre. Fue entonces, cuando me sumergía en las mieles del éxito, que algunos creyeron verme rendida en esas jornadas de suicidas con galera, papeles sin valor y multitudes hambrientas. Debo confesarlo, sentí que era traicionada por esos insensatos que, nacidos del fracaso y el resentimiento, se propusieron quebrarme en una pulseada histórica, encadenarme a esos benditos estados del bienestar, ocultarme, al fin, bajo un guante rojo.
Pero la inflación, el hongo nuclear y el muro derribado pusieron las cosas en su lugar. Regresé embadurnada en petróleo, estrechando diestras de soldados anónimos, saludando a presidentes corruptos. Benditos años de bonanza, de burbujas agigantadas por la codicia o la desidia, de inversiones alegremente apostadas en los casinos y las loterías, de bancas jugando a dios con fortunas ajenas. Noches de risas y de champaña.
Llegó el nuevo siglo, sin embargo. No me ha tratado bien. Ya nadie me invoca, los burócratas de los organismos internacionales me han olvidado y hasta los académicos que guardan algún nóbel en el estante de los trofeos se hacen los distraídos. Es triste, especialmente para mí, el espectáculo de esta época: desorientados gobernantes destinan billones para salvar empresas y empleos, nacionalizan bancos para evitar penurias a los ahorristas, revuelven el viejo cofre de las ideologías para encontrar las recetas salvadoras. Todo para apagar las bocanadas de fuego de esos dragones de Wall Street.
Los oportunistas de siempre se apartan a mi paso, hasta se atreven a proclamar mi inexistencia. Ilusos idealistas que no ven más allá de sus narices y apuestan a la justicia y la igualdad, atrevidos aventureros del pensamiento que me califican de leyenda decimónica. Precisamente a mí, modeladora del planeta, brújula de seis mil millones que exprimen su existencia día a día. Así de simple: son ingratos.
Quizás tengan razón, si uno mira a izquierda y derecha. El mundo ya no me necesita. No quedan demasiadas cosas por acomodar. Tal vez sea hora de construir mi propio laberinto en el corazón de Europa o al pie de la muralla china y esperar el tributo burgués cada nueve años. Sí, qué placer será palmear a esos siete yuppies enfundados en sus trajes de Armani o, porqué no, aplaudir los contorneos de otras tantas rubias cubiertas de diamantes. O mejor, puedo desplegar el velamen y poner rumbo a la Gran Manzana, amarrada al palo mayor para que esas sirenas populistas no me seduzcan con sus cantos keynesianos. Y hasta es posible que yo, la mano invisible, me acomode en un rincón de la fortaleza para asistir al gran espectáculo del caballo tercermundista instalado en la ciudadela del capitalismo salvaje.
Sí, sí. Yo, la invisible, la mejor de todas, debo marchar al Olimpo, debo buscar mi lugar en el Panteón, debo asumirme como el gran mito contemporáneo. ¿Alguien llamó?
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