DE NUEVO LA LLUVIA
Si lo miráramos de frente, digamos que desde el mullido sofá de cueros de la amplia oficina, podríamos captar los perceptibles cambios en su semblante, y en su estado de ánimo, sin dudas, mientras terminaba de leer el correo electrónico en la pantalla. Lo veríamos pasarse la mano izquierda por la frente, en un gesto inusual porque no sudaba, un gesto mecánico, digamos, y entenderíamos por qué no escuchó de una vez, la voz desde la puerta, estaba alterado, es comprensible.
-Lo esperan en la reunión, Señor, dijo la bella y eficiente secretaria, desde la entornada puerta.
Había dejado resbalar la mano hasta su barbilla y se extendía las comisuras de los labios con el pulgar y el índice, codo en el descanso del sillón también de piel negra, gesto que mostraba, sin dudas, su desazón.
-Dile a Pepe que venga, dijo, para luego añadir “por favor”, evidenciando, mirando de refilón, la cara de sorpresa de su bella y eficiente secretaria. La cara de sorpresa no cesó.
-Es aquí la reunión, Señor.
-Lo sé, dile a Pepe que venga, repitió un poco fastidiado.
La bella y eficiente secretaria cambió de manos los papeles, apoyándose en la puerta, y se movió casi incómoda. Duró más de lo esperado antes de contestar, no le iba a gustar, lo sabía.
-Pepe salió en su carro, Señor.
Hasta entonces no la había mirado realmente . Hasta entonces fijaba engañosamente su atención en la pantalla de la computadora o en los papeles sobre el escritorio. Miró a su bella y eficiente secretaria, genuinamente sorprendido pero no dijo nada. Tomó la chaqueta y salió por la puerta entreabierta casi atropellándola. No devolvió saludos, no hizo caso a las voces que lo llamaban, no tornó la vista mientras caminaba por el pasillo. Subió al ascensor y sólo al llegar a la calle, luego de cruzar la puerta de cristal, se detuvo. No tenía claro qué iba a hacer, aunque daba lo mismo. Miró a un lado y a otro y arrancó a caminar sin rumbo. Lo acosaba desde hacía rato, la indeseable vocecilla del hombrecito de adentro “te lo dije, tanto que te lo dije, volviste a exponerte, dejaste que te dañaran otra vez” no podía hacerlo callar “ahí lo tienes, ya te dejó, tanto que te lo dije”
-Cállate ya, déjame.
Si lo estuviéramos mirando, digamos que desde un café de esos que tienen mesas afuera, no sabríamos si este diálogo es en voz alta. O sólo lo sabríamos registrando la reacción de extrañeza de los transeúntes que le pasan por el lado. Pero esto tampoco nos dice nada. Un hombre elegantemente vestido, con un reloj y prendas caras, sin estuche de Lop Top, sin maleta de esas que ruedan, caminado contra flujo, gesticulando con brazos y labios, es una escena bien extraña en esta ciudad, a esta hora de la mañana. Así que solo cabe especular. En cambio, podríamos verlo cómo sigue caminado por largo rato todavía, alejándose del centro de la ciudad. Pero para hacerlo, tendríamos que abandonar, digamos, el cómodo café con mesas afuera y seguirlo. El diálogo, la discusión, la contienda no cesaban, era más que evidente en sus ademanes y en el detalle de detenerse a replicar.
-¿Qué es lo que quieres? ¿Qué Es Lo Que Quieres? ¿Por qué yo no? ¡Dime!
Y entonces sucedió, siempre sucede algo en los cuentos, alguien se le acercó como si lo conociera, tomándolo del brazo.
-Dame lo que tienes, pronto, en voz baja, casi susurrando, como se le habla a un amigo.
A pesar de estar sudando, de tener puesta la chaqueta, sintió el frío del arma en su costado. No era mucho lo que llevaba en la cartera, ni le hubiera importado darle el reloj y el anillo. Quizás hubiera intentado convencerlo de que le dejara sus documentos, pero no pudo contener la rabia que arrastraba. Sin medir consecuencias, giró en lateral y quedó fuera del alcance de la pistola, acción en la que su cuerpo, sin dudas, rememoraba sus mejores días de atleta ranqueado, y golpeó la mano que blandía el arma haciéndola rodar hasta la cuneta. Primero insultó, con palabras cada vez más subidas de tono, luego golpeó, más fuerte en la medida en que aumentaba su rabia, hasta que el otro, absolutamente sorprendido fuera de guardia, que había intentado defenderse de los golpes al principio y que luego, entendiéndo, simplemente se dejó golpear, se derrumbó sobre la acera, donde el siguió golpeándolo, subido a horcajadas, en la cara, en los costados, en el pecho.
- ¿Cómo se llama? pero él seguía golpeando, no escuchaba.
- ¿Qué? dijo finalmente cuando el otro repitió la pregunta, deteniendo su siguiente acometida.
- ¿Cómo se llama? fue como un puño en la cara, un golpe tan fuerte que lo hizo trastabillar, echarse atrás.
- ¿Qué te importa, A Ti Qué Te Importa? sacudiéndose el saco, respirando hondo. Se arregló el cabello como si se mirara en el espejo, su viejo y abatido rostro, en el espejo.
El otro aprovechó el respiro para incorporarse e irse a sentar a la cuneta, adolorido, a limpiarse la sangre de la cara con la camisa y tratar de encajarse la mandíbula.
- ¡Tú!… blandiendo el celular como arma…¡Tú!… se guardó la frase con gesto de fastidio y retomó su andar. Marcó a la oficina.
- Dile a Pepe que venga a buscarme, y de repente se dio cuenta que no sabía dónde estaba.
- Olvídalo.
Si estuviéramos viendo, digamos que desde la vereda del frente, notaríamos cómo él mira al otro, sentado en el contén, ya sin moverse, derrotado. Nos fijáramos cómo desanda sus pasos y torna a sentarse justo a su lado.
- Esconde esa arma, te puede traer problemas, dice después de mucho rato de silencio.
El otro lo mira, luego mira el arma a sus pies y vuelve a su mutismo. Entonces es él quien fija la vista “caramba, engaña a cualquiera”, la toma en sus manos y de un solo tiro la encesta en la canasta de la basura.
- Marina, se llama Marina, dijo. El otro ni siquiera lo miró, ya no importaba. Y se quedaron callados largo rato otra vez.
Así hubieran seguido de no ser porque se desató el torrencial que los obligó a refugiarse en el zaguán. “De nuevo la lluvia”, se dijo “anoche también llovió, nada extraño en esta ciudad de tormentas” y se entretuvo observando correr a los pocos transeúntes que quedaban, apurando sus paraguas, para aprovechar los escasos minutos del almuerzo o buscando dónde protegerse del agua, aunque ninguno llegó a su zaguán. Entonces lo veríamos, digamos que desde nuestro refugio, buscar en la chaqueta su cartera, y sacar una tarjeta y un billete de respetable valor. Cruzar con su pluma fuente, en diagonal, la tarjeta personal, doblar bien el billete y pasárselo al otro.
- Toma, cúrate esas heridas. Si es que puedes, pasa en la tarde por la oficina, parece que necesitaré un nuevo chofer.
Y le hizo señas a un taxi desocupado que atinó a pasar.
CN 22 de marzo, 2009
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