Juana estaba en el colegio, en hora de matemática, aburridísima, y a punto de dormirse. Entonces, cuando sentia que la cabeza le pesaba tanto, tanto que su cuello se vencía y caía en peso muerto hacia adelante, era el momento en que más se proponia no dormir y hacia fuerza para abrir los ojos.
Buscaba en el monótono salón algo que la ayudara a no dormirse, algo como leer las láminas que colgaban de la pared. Algo medio poco interesante como el proceso de producción de yerba mate, o la Revolución Copernicana. Yo lo sé, porque estaba en el pupitre al lado del de ella y mi búsqueda de algo no aburrido habia terminado con su observación. Un minucioso estudio del comportamiento de Juana para no dormirse.
Después de un ratito, y habiéndole ganado un poco al sueño, su mirada estaba fija en la ventana, que desembocaba con vista a otro curso, patio mediante. Otro rato más y el único paisaje era el aula de enfrente. Estaban todos los chicos y chicas en una fila mixta, iban avanzando con la cabeza gacha al lugar donde estaba la ventana. Encabezando la cola estaba la gorda Florencia, que sin dudarlo y como si fuera cosa de todos los días, salió del aula, se paro tambaleante por el viento en la cornisa y como un Ícaro sin alas, se lanzó al vacio, estrellándose en las baldosas del patio como un huevo que rueda por la mesada, victima de la distracción. Después de ella, paso un petizo morocho que no se como se llamaba, creo que Juana tampoco sabia. Así, de esta forma pacífica y pasiva, casi normal, en el orden de la fila se fueron tirando, o dejando caer, al vacio del patio, hasta el último alumno del curso. Justo ahí, la profesora juntó sus cosas, apagó la luz y cerró la puerta. La estridencia del timbre nos llevó al recreo. No pudimos soportar las ganas y fuimos al aula, y al entrar una fuerza invisible pero que olia a dulce nos llevó a la ventana, y nos dejamos caer, o nos tiramos, al patio. Tal vez así podríamos escapar de un día aburrido. |