INFIERNILLO
Al caer al mar el último cadáver echado por el puente del reclusorio, provocó un sonido todavía más lúgubre que los anteriores. Fue un sonido aceitoso de lodo blando, cosa natural al haber descargado un peso semejante en aquellas aguas tranquilas y espesas tras varios días de tensa calma.
Cumplida esa tarea que ya no volvería a reclamar sus fuerzas, el anciano Carcelero reanuda su caminata por el puente. El crujido amplificado de sus pisadas regula cavilosamente su paseo como la marcha entrecortada de un segundario, mientras alrededor de él —habiendo cesado por completo los murmullos del agua y del viento—, brotan y se multiplican los ruidos secretos que parten de la osamenta de los presos muertos, crujido y notas quejumbrosas, breves estiramientos y sonoros retumbos producidos en la oscuridad de la prisión que han sido entregadas a cuenta de las ratas.
Durante los dos últimos días, él ha dejado por completo de pensar en la inesperada calamidad que como un sueño pendulante y monótono había exterminado a los hombres recluidos en esta vieja prisión en el término de una semana. Día tras día, hora tras hora los atacados por la extraña peste, se precipitaron de lo alto de la mazmorra, rodaron por la inclinación de la celda o quedaron inmóviles en sus literas, como si un agujazo los hubiera alcanzado en alguna fibra desconocida, hundiéndolos enseguida en la oscuridad de la muerte.
El pánico o la natural inquietud de las primeras horas siguió, por incomprensible reacción de aquellos desamparados, una como tozuda indiferencia, cierta obcecada obstinación en parecer ajenos, quizás insensibles al acontecimiento, encerrándose de esa manera en el marco de sus propios sentidos, como si para cada uno de ellos existiera una atmósfera particular que anulara toda posibilidad de roce o comunicación; y esta empecinada actitud, contra la cual el viejo carcelero no supo levantar un dedo, así como los derribaba en sus literas embrutecidos de cansancio, apenas lo negro de las aguas se fundía con el aire y el cielo, igualmente los lanzaba desde las primeras horas de cada día al desempeño de sus labores de rutina, y aun a muchas pequeñas tareas de refacción o de limpieza que en una circunstancia como aquella debieran parecer superfluas. Semejante conducta los hacia permanecer durante horas, sordos y empecinados en medio del sopor casi letal del clima y la desazón de la calma, sin cesar un momento en su actividad, cada cual en lo suyo, evitando cruzar una mirada, una palabra y sin siquiera volver una vez la cabeza cuando el pesado ruido de un cuerpo, al sacudir el maderaje del puente, indicaba que se había producido un nuevo blanco... y era el propio carcelero quien debía alzar en sus brazos el cuerpo desgonzado y devolverlo al mar.
Mas ahora que se ha quedado solo en su devastada mazmorra; ahora que ya no lo perturban el temor, el celo de la vigilancia, la atención constante de sus ojos de águila, la acechanza —sin un solo parpadeo ni la más mínima desatención— de su mano derecha siempre lista a saltar al mango del cuchillo; ahora, aprisionado por la calma que se torna más densa por momentos, otras turbaciones y vagos malestares van despertando dentro de él, al igual que pesados cuerpos que hubieran recobrado el movimiento, todavía embrutecidos y sordos. Aquellas figuras de su mente, las crueldades y las injurias inferidas, los castigos y vejaciones, la condenación y los eternos latigazos a mansalva, parecían caminar a tientas, tropezar entre si o mirarse unas a las otras entre temerosas y asombradas, mientras el Carcelero iba dejando de escuchar los ruidos subyacentes de la prisión, los susurros y pequeños crujidos del maderaje del puente para sentirse más y más envuelto en la algarabía de su propio cerebro, donde venían a confundirse las más vertiginosas imágenes. Un agrio roce de cuchillos, un destello de carnes abiertas, el silbo de los latigazos o el espeso chapoteo de la sangre en sus botas, eran visiones a veces corpóreas, o eran destellantes alucinaciones, que se trababan rasgándose o desfigurándose al precipitarse por los agujeros de la memoria, entre los aullidos del tormento y las súplicas de los condenados.
Sintiéndose desfallecer y pensando ser víctima de la insolación, el carcelero cerró los ojos y apoyó un momento la frente en el madero tibio del puente, hasta que toda aquella pavorosa confusión fue sustituida por un golpe de sol que le asombró los párpados, un aire seco con aroma de brea y salazones, que una vez más entraba al cuarto apenas su mujer abría de par en par la doble romanilla de la ventana que miraba al puerto y un tropel de pisadas sacudía los tablones de el puente, unos segundos antes de que sus dos pequeños hijos vinieran a caer en sus brazos.
Repentinamente animado con estas visiones, el Carcelero corrió a su aposento y lleno de excitante lucidez escribió unas líneas suplicando el perdón de quienes había abandonado hacía treinta años, sin que volviera a tener noticias de ellos.
Colocó entonces el papel en una botella que selló y lacró antes de arrojarla suavemente a las aguas. El objeto se sumergió por unos instantes en aquel mar de cera derretida para asomar de nuevo el vientre y permanecer en el mismo lugar inmóvil.
Dos días más tarde, el Carcelero se inclinaba por milésima vez sobre el puente y veía de nuevo su correo como un pez muerto, aboyado en el agua estancada. Sólo si prolongaba aquella observación un rato largo, era posible que un rápido parpadeo le alterara la frente, si la botella a medias sumergida como en un último reflejo de vida se estremecía pesadamente y golpeaba en el casco.
El pavor de las noches sin sueño lo dejó al fin tendido sobre el puente, bajo el cordaje negro de la maroma donde el sol centuplicaba sus reflejos hasta fundirse en una flama roja. Derretidos sus huesos y sus fibras, ya no pudo volver a incorporarse. Supo entonces que la muerte le libraba de toda sensación que no fuera aquel descenso ingrávido cada vez más negro y profundo.
—Desciendo a los infiernos— pensó por última vez el Carcelero y en ese momento sintió que se posaba en algo duro amoldado a su cuerpo y el calor de una llama le subió a las barbas.
—He llegado —se dijo, a tiempo que su mente se aclaraba insuflándose de un vigor juvenil. Abrió los ojos y vio ante él las llamas ágiles de la chimenea de su casa alzándose del rojo vivo de las brasas. Su mujer bajaba la escalera abrumada por la carga de la preñez. Los objetos familiares, la paz de aquel pequeño reino de pesadas maderas, lo aburrían. Un aliento quemante de poder sofocaba el alma del hombre de sesenta y cinco años que, al acabar aquel invierno, emprendería el gran viaje proyectado durante tanto tiempo. Cuyo final —una flama rojiza, los huesos y las fibras derretidos, un descenso cada vez más profundo y oscuro— volvería a fundirse al comienzo allí, junto a la chimenea de su casa, abrasado por la ansiedad, el deseo, la fiebre del dominio y del poder, de una vez por todas, para siempre.
Pedro Borrero
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