(Cuento)
Autor. Virgileo LEETRIGAL
Doña Virginia, abuela materna de mi esposa Maritza, vivía sola en un anexo rural de la provincia Chota, en Cajamarca. Sus diez hijos, tan pronto terminaron su educación secundaria, migraron a diferentes ciudades y se establecieron: unos en Cajamarca, otros en Chiclayo y los demás en Lima.
Hace unas semanas, Maritza invitó a su abuela, para que pasara unos días en nuestra casa. Días antes, ella había llegado a Lima y se alojó en casa de uno de sus hijos. Aprovechando la ocasión, accedió a conocer nuestra casa y estar unos días con la familia de su nieta. El dormitorio para visitas, ubicado en el segundo piso, fue acondicionado para brindarle comodidad y placentero descanso.
Como soy un tanto observador de la conducta humana, tengo un particular punto de vista en relación a éste tipo de visitas. La persona que vive en el campo y llega de visita a la ciudad, se siente insegura y enclaustrada. Por tanto, solo se acostumbra en un solo lugar, en casa del familiar en el que tenga más confianza. Puede ir a casa de otros familiares, pero allí no permanecerá a gusto por mucho tiempo. Yo había advertido a Maritza de este asunto y en efecto, ella lo comprobó que es así. La abuela Virginia estuvo cuatro días con nosotros, pero durante los dos últimos presionó en demasía para regresar a casa de su hijo. Y al día siguiente de concretarse su traslado retornó a su pueblo natal, en el que vivía, según ella misma dijo: a sus anchas, en su amplia casa de campo.
Pese a la corta estadía de doña Virginia, aquellos cuatro días, mi esposa estuvo muy contenta en compañía de su abuela; y mis hijos, felices de tener en casa a su bisabuela.
Nuestra amplia casa, está ubicada en la intersección de una avenida y una calle poco transitadas. En la esquina, que tiene un corte ochavado, está la puerta principal de ingreso directo a la oficina de nuestra empresa de exportación de artesanías. Otra puerta, permite el ingreso directo desde la avenida a la sala. Oficina y sala están integradas, separadas solo en parte por escritorios modulares. Desde la sala, una escalera permite el acceso al segundo piso, en el que hay cinco dormitorios espaciosos.
Desde el escritorio más cómodo de la oficina, el que yo ocupo para el desempeño de mis funciones, hay un buen registro visual hacia la escalera y gran parte de la sala.
Anoche hasta muy tarde, estuve ordenando papeles y cuentas. Estamos en marzo, mes del pago de impuestos y presentación de la declaración anual del impuesto a la renta. Trabajaba revisando los files de facturas y cuadros de registros en la computadora.
Afuera, en el retiro frontal de la casa, nuestro perro Bush se quejaba y alborotaba, como nunca, en el interior de su casita de dormir.
Cuando el reloj de la oficina marcó la una de la madrugada, escuché un ruido en el segundo piso, era como el que se produce al abrir la puerta del dormitorio de visitas. Luego percibí, a reojo, que una sombra humana apareció en el último peldaño de la escalera y empezó a bajar por ésta. Yo, que no creía en la existencia de fuerzas sobrenaturales no tuve miedo, pero tampoco miré hacia la sombra. Hice como que seguía concentrado en los papeles, pero sin perder la media vista a su movimiento. Ésta avanzó, cruzó la sala e ingresó a mi oficina y pasó a escasos dos metros de mi escritorio, para disiparse en la puerta de la esquina ochavada. Un sillón de la sala crujió, y un viento leve agitó los papeles de mi escritorio, al paso de la sombra. Afuera, Bush dejó de quejarse y empezó a aullar de manera aguda, tremante y prolongada.
Me paré para abrir la puerta y salir,con laintención de calmar al perro. Con la hoja de madera en mi mano y sacando mi cabeza hacia afuera, miré hacia la avenida y noté que en apariencia estaba vacía y silente. Pero casi de inmediato apareció la sombra con perfil humano, moviéndose como si alguien lo hubiese estado persiguiendo. Por un instante, giró solo su cabeza en ciento ochenta grados y; yo horrorizado, ví un rostro fantasmal, cadavérico y blanquecino. Mi cuerpo se hormigueó de puro nerviosismo y los pocos pelos que me quedan se erizaron. La imagen o sombra de forma humana avanzó por la avenida que, a dos cuadras, intercepta a otra en sentido perpendicular, y se mimetizó en la sombra de una edificación de tres pisos, fuera del radio de acción de la luz de una luminaria del alumbrado público. Luego de ver a la sombra perderse, cerré la puerta con prisa y mucho miedo. Bush continuó aullando por un momento más. Y yo, asustado y pensativo, me fui a dormir.
Hoy a las siete de la mañana sonó el teléfono. Maritza contestó, fracasando en su intento de evitar que el sonido chirriante interrumpa mi descanso. Después de algunos segundos en que ella pronunció el ¡Aló!; la escucho gritar con sorpresa, luego lamentarse y, al final, irrumpir en llanto. La llamada telefónica era de su tía Daniela, quien desde Chota, le comunicaba el sensible fallecimiento de doña Virginia. Su deceso fue anoche; es decir, hoy a la una de la madrugada.
Al enterarme de la noticia que Maritza recibía, me acordé de la sombra que vi anoche y de los aullidos que lanzó Bush, y el cuerpo me tembló de modo extraño. Luego pensé en el cruce de las avenidas que está a dos cuadras de nuestra casa, allí hay un paradero de los omnibuses de tranporte urbano de pasajeros. Casi todas nuestras visitas de a pie —doña Virginia fue una de ellas—, caminan por la avenida que da frente a nuestra casa, en la misma dirección por la que anoche vi desplazarse a la sombra; para, en ese paradero, tomar algún ómnibus hacia el centro o lado opuesto de la ciudad.
Algunas personas dicen que: «los perros aullan porque ven al espíritu de quién fallece o a la muerte que lo lleva». Otras sostienen que: «lo hacen, porque perciben la energía de quien fallece, en el instante en que ésta se recoge para trasladarse a otro lugar del universo».
Si nuestra simple humanidad no nos permite ver ni percibir, lo que si le está permitido al fiel amigo del hombre, me pregunto: ¿Qué es la cosa que vi esta madrugada, justo cuando la abuela de mi esposa se estaba muriendo?
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