Parece ser que a partir de un cuento donde no era preciso esperar que el amor, como el cartero, toque dos veces; la gente decidió salir a las calles en busca de su príncipe azul o su damisela de rosa (según sea el caso, pero no el género).
Todas las personas iban armadas de tarros de pintura, azul o rosada, listas para arrojarlos frente al primer candidato que tuviera la fortuna de cruzarse. Se hizo costumbre, además, llevar también una botella de vino, para celebrar la dicha del destino, la felicidad del encuentro y la buenaventura que el universo les traía. Al comienzo las selecciones eran rigurosas, pues nadie pensaba mal gastar su vida frente a un príncipe azul que no valiera la pena. Pero poco a poco y ante la escasez de candidatos, la caza por pareja se convirtió en un frenesí digno de película gringa. Era como un “agarre lo que pueda, pues se acaban”. Y con esa filosofía rondando el aire empezó a volverse peligroso salir de casa.
Las grandes empresas de pintura aprovecharon tal situación, esa desesperación por encontrar amor que mostraba la gente, que empezaron a invadir el mercado con nuevos productos. Pinturas en aerosol (azul o rosada) con alcance de varios metros; otras con colores indelebles que no se quitaban ni con siete baños; algunas con mira telescópica, en su versión de pintura en aerosol plus, que asegura un disparo certero en medio del pecho. Inclusive por unos pesos más, si el objetivo se encontraba a una gran distancia y corría el peligro de escapar, además del correspondiente baño de pintura, salía despedida del tarro una soga que ataba los pies de la victima. Al mismo tiempo, dicha cuerda contaba con una etiqueta con la cual la presa quedaba rotulada con el nombre, número de cédula y teléfono del cazador (no vaya a ser que otro se adjudicara un trofeo que no le pertenecía).
Tal vez por eso, algunas personas defensoras de su libertad y soltería empezaron a contratar custodios para que los protegieran de algún disparo. Se supo de varias situaciones en donde guardias se arrojaron, a manera de un escudo humano, sobre una posible victima, recibiendo ellos el impacto. Muchos de ellos viven actualmente con los agresores y se dice que son felices.
Todo empezó a tomar otros tintes, si se me permite la ironía, cuando personas que ya habían sido pintadas, recibían otros disparos. La justicia decretó que sólo el primero de estos valía y que no había posibilidad de desmancharse (esto estimuló una alta demanda de la pintura indeleble que había sido poco a poco olvidada por otros modelos de aerosol más desarrollados). También se registró como disparo cualquier mancha que tuviera una persona, sin importar que el cazador se justificara con su mala puntería y argumentara que la pintura iba dirigida a otra persona. La justicia también dictó sentencia sobre los gustos de las personas: nadie podía tener pintura azul y rosada. O una o la otra, pero nada de mezclas; y peor aún si se hablaba de arrepentimientos y se quería pasar luego de varios años a otro color. Como es natural, surgió un mercado negro de desmanchadores. La gente podía, en secreto, quitarse no sólo el color que tenía encima sino también la etiqueta. Esto provocó más líos a la justicia que no podía probar si alguien con anterioridad pertenecía o no a otra persona. Se recurría entonces a testigos para que afirmaran si habían visto alguna vez juntas a las personas en cuestión. Si sabían si los enjuiciados soñaban juntos, o si las habían observado navegando por las nubes en noches de tormenta y compartiendo media salchicha en un cine. Obviamente esto desarrolló un comercio ilegal de testigos.
No creo que sea necesario hablar de la ola de suicidios que produjo también este arrebato por pareja. Pues muchas personas, sin mancha alguna, se exponían en medio de una plaza, en la esquina de la avenida más concurrida o en pleno patio de comidas del centro comercial de moda, con el único fin de que alguien les disparase. Pasaban los días, semanas y esto no sucedía. La desesperanza se iba apoderando de ellas; que normalmente y para colmo no tenían para comprar su propio tarro de pintura. Cabe en este punto mencionar que muchas otras personas se auto-disparaban sólo para fingir ante sus amistades “que ya había sido cazado”, lo que indudablemente, en una sociedad donde escaseaban las presas, daba cierto status. Si bien estos personajes nunca mostraban a sus parejas, la sociedad los aceptaba con sus mentiras más por pena que por otra cosa. Al final, los sicólogos y siquiatras no daban abasto para atender tantos casos de locura, soledad y arrepentimiento ante la falta de disparo o peor aún, por un disparo mal hecho. Se supo también que mucha gente separaba cita con algún médico especialista (y no sólo de la cabeza) para caerle con pintura una vez los atendiera. Desde ese día se acabaron las visitas a domicilio.
En fin, no quiero alargar el cuento, todo se resume a una ciudad donde todos vestían de azul o de rosa. Donde nadie salía a la calle si no era acompañado de su pareja. Donde estaba mal visto no tener un color que mostrar. Donde sin importar que todos estuvieran de a dos, se podía sentir la soledad escurriéndose por cada esquina. Donde unos pocos vivíamos escondidos a la espera...
Y es que lo mi caso fue muy diferente, compré, como todos, un tarro de pintura en aerosol pero nunca tuve el coraje de disparar sobre la persona que quería (amaba se debe leer en este punto). Ella se fue con un tarro azul a cazar a su propio príncipe pues se dio cuenta que yo no lo era. No sé si ella ya lo cazó o si fue cazada mientras caminaba. No sé de ella. No sé nada de ella. Tengo miedo, tengo miedo de disparar sobre la persona equivocada, de manchar y después no poder borrarlo. Tengo miedo. Tal vez por eso espero. Espero aquí encerrado en una habitación con ventana a la calle. Espero que algún día pase alguien, me mire, me sonría y así poder saber que es ella, mi damisela, mi Dulcinea. ¿Le podré disparar? No lo sé. Tal vez se ría de mi por ser un soñador, por ver el mundo diferente y tener en mi mano un tarro de pintura amarilla (de esas de color patito y que tienen un rico olor a vainilla).
|