Tengo que dejar de llorar, pero no puedo. Una venenosa mezcla de miedo, dolor y rabia no me deja serenarme, pero tengo que hacerlo. Si quiero que exista la más mínima posibilidad de que, al menos alguno de nosotros, salga vivo de aquí, tengo que tranquilizarme, tratar de pensar, mantener la cabeza fría y buscar la forma de lograrlo.
Hace un rato lo había conseguido. Porque tras la sorpresa de ver a esos miserables que, armados, irrumpieron en la cocina mientras cenábamos, llegó el miedo, la tensión, la impotencia de ver como nos separaban y, finalmente, el pánico cuando me empujaron al sótano y rodé las empinadas escaleras. Veintidós escalones, es curioso, nunca los había contado. Una vez en el higiénico suelo de linóleo que instalamos, siempre será fácil de limpiar nos dijimos, me acurruqué tratando de de evitar que el de ojos achinados, ojos arrebatados por el odio a si mismo, me atara las manos a la espalda. No pude resistirme, sus brazos tenían una fuerza que no se adivinaba desde su aspecto enfermizo de adolescente anoréxico y su escasa estatura. Cuando volvió arriba, seguí sus pasos: uno, dos, tres…veintidós, eran veintidós escalones, la nada y, a la vez, un mundo que me separaba de mi familia. Escuchaba ruidos, golpes, escuchaba hablar, pero me era imposible entender. Los sollozos de mi mujer inundaban mis oídos y apagaban todos los ecos. Poco a poco los sonidos se fueron difuminando y se hizo el silencio, un doloroso y escandaloso silencio. Imaginé que a ella le habían llevado a arriba, a los cuartos, pero ¿y mi hijo? Traté de respirar y conseguí algo de calma, pero enseguida, un estruendo, una masa informe rodando, otra vez veintidós escalones, respondió a mi pregunta y dejó la cara de mi hijo a escasos centímetros de la mía. Cada una de sus lágrimas fue un puñal en mi estomago, un bocado en mis entrañas. ¡Lucha hijo, tenemos que luchar!, ¿y mamá? Pero no pudo responderme, una mano áspera le levantó tirando de su pelo. ¡Lucha hijo, lucha! El hombre, el demonio, con la meticulosidad de un relojero, ató sus manos sujetas por las muñecas a una de las tuberías del techo, mi hijo sollozaba desmadejado, como una marioneta sin hilos. ¡Lucha hijo, lucha! Y ahí sí, una patada al demonio, una patada con hambre de venganza, pero una patada errada a la que responde un inmisericorde golpe en los riñones y otro en la boca del estomago. ¡Cabrón dame a mi!, ¡es un niño! Me mira y saca una navaja. ¡No...! Siento mi pulso ametrallándome las sienes y él se ríe. Su boca es un reflejo del dolor, de mi dolor, de nuestro dolor. Sus ojos, escondidos en cavernas profundas, no me ven, están llenos de sangre, de mi sangre, de nuestra sangre. Se ríe y corta la cuerda que ata a mi hijo a la tubería. Cae como un saco, pero no tiene tiempo para quejarse porque, otra vez tirando de su pelo, es arrastrado de nuevo arriba. Si, veintidós escalones. Les escucho hablar, le dio miedo que se soltase, y me desatara. Le había llevado al cuarto y ahora se había asegurado de que no molestaría con un nudo corredizo en el cuello, si trataba de soltarse se ahogaba. Escucho toser a mi hijo, ¡Dios, se está ahogando! Pero no, oigo que el demonio le dice que con un cojín estará mejor y que apaga la luz. ¿Puede que tenga sentimientos? Quizás, se estén arrepintiendo, quizás nos dejen en paz…quizás termine esta pesadilla... Pero las pesadillas existen, los sueños no. ¡Acaba con él, te sentirás mejor! Y entonces otra vez mis sienes, de nuevo el torbellino de miedo, de asfixia, de terror, de desesperación… ¡mi hijo! Escucho ruidos, golpes, ¡lucha hijo mío, lucha! No puedo hacerlo, dice el de los ojos de chino, está muy fuerte. Claro imbécil, pienso, claro que está fuerte, horas de entrenamiento en el campo de fútbol, horas de sacrificio en el gimnasio, una explosión de juventud, claro que está fuerte… ¡Enfócale!, grita el demonio y después, el infierno, el trueno del mal estallando en mis oídos, la cólera de un fogonazo reflejado en la oscura pared. No me puedo oír llorar, el desgarrado grito de mi mujer inunda todo y diluye cualquier sonido. No me puedo oír llorar, la pena ahoga mi propio llanto. Ahora se que nunca me serenaré, que no volveré a saber lo que es la tranquilidad, que jamás podré descansar.
Y, sin embargo, cuando escucho los pasos en los escalones, uno, dos, tres…, cuando atisbo el cañón de la escopeta apareciendo en la escalera, ocho, nueve, diez…, cuando escucho el sonido del mecanismo al cargar nuevos cartuchos, quince, dieciséis, diecisiete…, cuando miro a la cara sin semblante del diablo, que me mira sonriente mientras apunta, veinte, veintiuno, veintidós…, me invade una paz que ya no me abandonará nunca y pienso que teníamos razón, que mi sangre se limpiara fácilmente en el linóleo.
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