…how shall I relate
To human sense th’ invisible exploits
Of warring Spirits; how without remorse
The ruin of so many glorious once
And perfet while they stood; how last unfould
The secrets of another world, perhaps
Not lawful to reveal?
Milton, Paraíso perdido
Sus perseguidores estaban cerca. No les quedaba más remedio que aventurarse por ese túnel estrecho y resbaladizo que se perdía en las tinieblas más profundas. Ya no tenían donde ocultarse, porque no se podían escapar del poder supremo que lo ve todo. Isabel se enjugó con la manga su frente manchada de tierra y sudor, y se sentó en el borde despidiéndose de la vida. No podía creer que siguiendo el camino indicado por el archienemigo fueran a hallar una salida pero ansiosos al oír un tintineo metálico, sus guías le dieron el empujón, y ella se deslizó por aquel tobogán viscoso en una caída turbulenta que no tenía fin.
Al virar en la última pendiente antes del abismo, vislumbró un par de ojos amarillos y una cabeza cornuda que la miraban de allá arriba, y sin querer recordó cómo había terminado en esta situación. Hasta pudo ubicar cuándo se enredó en el lío, por ser testigo inocente de una crueldad tan inverosímil que hasta la familia de la víctima prefería no creerla. Pero aún no sabía por qué se habían vuelto en contra de una persona insignificante como ella aquellos poderes tan enormes, que no la dejaban en paz ni a sol ni a sombra y la habían hecho apartarse de todo lo que conocía.
Esa tarde Cristina, la directora del Instituto de enseñanza de inglés donde estaba trabajando como secretaria, aunque ayudaba en todo, le sugirió que se quedara a liquidar un trabajo. Resulta que tenía que irse a una reunión y en seguida volvía, le dijo. Isabel sabía que la cosa se iba a alargar por lo menos hasta las once, y aunque ella terminara antes tendría que esperarla para que cerrara el instituto. Siguió sin cesar, mientras en su cabeza se revolvían los datos que iba pasando y el monótono zumbido de las pc.
De pronto, recibió como una ola fría la certeza de que estaba sola en aquel lugar, el reciclaje de la mansión que de pequeña le daba escalofríos al pasar por enfrente. Ese día no tenían clases nocturnas y el administrativo se había ido a las seis. Entonces se le ocurrió prender la radio, para no ponerse nerviosa, al mismo tiempo que se decía que no tenía miedo. Justo cuando su dedo alcanzaba el botón del mini- componente, colocado en la vitrina junto a la puerta abierta del despacho, escuchó un sonido espantoso.
Su mente se resistía a identificarlo: ¿el chirrido de una silla al ser arrastrada en uno de los salones, o un ruido de afuera? ¿Podía ser el viento en la persiana? Pero sonaba más como el gemido de un niño o un animal herido. Algo reticente, sacó la cabeza por la puerta, y en una agonía de terror, dio un paso atrás, refugiándose en la claridad de la lámpara. Por el pasillo del fondo, a oscuras, había visto cruzar una figura.
Un momento después recobró el control de sus latidos al tiempo que en su mente se desvanecía el pánico, al reconocer la silueta con sus dos colitas. Era Mariana, la hija adolescente del almacenero de la esquina. Solía colarse en el instituto o en las casas del barrio. Es que le faltaban algunas neuronas; a veces se ponía a conversar con los alumnos y no se daba cuenta de que se reían de ella.
Resuelta a hablarle y obligarla a marcharse, Isabel salió y caminó por el corredor, preguntándose cómo había hecho para entrar. Escuchó su risa tonta. “¿En qué andará?” Aunque la joven era inofensiva, la ponía inquieta. Al llegar a la T formada por los dos pasillos, Isabel se detuvo sin querer, sorprendida. Notó por el rabillo del ojo la puerta entornada del salón A, que supuestamente estaba cerrado, y un segundo después oyó un ruido fuerte y un grito ahogado. Un leve resplandor iluminaba el interior. Sus piernas estaban paralizadas, no podía ir a ver qué pasaba, ni quería, y tampoco podía regresar. Su conciencia le decía que tenía que ir a ayudarla, pero sus piernas flaqueaban ante ese pensamiento, y sólo recuperó la fuerza al decidirse a huir de la mansión.
Había recuperado un poco de ánimo con esta idea, pero lo próximo que sintió fue un llanto quejumbroso y la curiosidad fue irresistible, aunque tenía los pelos de punta y era incapaz de reaccionar si pasaba algo malo. Lo que vio desde el umbral era inverosímil, a pesar de que la imagen quedó grabada a fuego en su retina. Le pareció que alguien estaba abusando de Mariana: la tenía de bruces sobre el escritorio, y la joven lloriqueaba patéticamente derramando lágrimas calientes sobre sus brazos. La falda escolar le cubría la espalda, sobre la camisa desgarrada, y una pequeña prenda blanca estaba enrollada en su tobillo izquierdo. El atacante la dominaba con una sola mano, y el movimiento rítmico y violento de sus caderas indicaba que la estaba penetrando. Lo que no encajaba en la escena era su aspecto. Debía ser un hombre por lo que hacía, cruzó por la mente de Isabel, pero no parecía una criatura de este mundo. Afortunadamente para ella, parecía estar ocupado gozando de su víctima como para reparar en Isabel.
De pronto, una luz potente barrió el salón. Eran los faros del coche de la directora, ascendiendo por el acceso de coches. Sorprendido en el acto, ese ser envuelto en una luz lechosa y cargado de espesas alas blancas que le llegaban hasta las pantorrillas, se apartó de Mariana y se esfumó. Isabel todavía no se había movido cuando la luz del pasillo la sobresaltó y la directora llegó exclamando por qué estaba abierta de par en par la puerta, qué había pasado, qué hacía allí parada. Muda, Isabel movió la cabeza: ¿cómo podía pensar en una minucia como la puerta abierta después de lo que había presenciado?
–¿Qué te pasa? ¿Qué miras? –preguntó extrañada Cristina, sacudiéndola un poco para sacarla de su aturdimiento.
Siguiendo su brazo, que señalaba adentro del salón A, vio que estaba vacío, y llena de curiosidad dio un paso vacilante. Al instante vio a una muchacha hecha un ovillo en el suelo, la mitad inferior del cuerpo desnuda.
Más tarde, Isabel estaba sentada con una taza de café que la amable mujer policía le había dado en cuanto el paramédico certificó que estaba en shock y que debía esperar un poco para interrogarla. Por ahora sólo hablaba en monosílabos. A cierta distancia, el médico conversaba en susurros con la mamá de Mariana, pero estaba tan emocionada que Isabel podía escuchar todo lo que decían. El doctor le había explicado los cuidados que iban a tomar por el SIDA y los embarazos, la mujer se puso histérica, y cuando se enteró de que había signos de un abuso continuo comenzó a llamar a gritos a su marido.
Algún día iba a tener que contarle, a la policía o a la familia, lo que había visto, porque no se iban a creer que fue presa de una ceguera temporal. Sin embargo, aun pasmada como estaba sabía que no le iban a creer la verdad. Podía inventar que lo había visto de espaldas, que usaba un disfraz, que llegó tarde... de esa forma podía zafar. Pero su conciencia... necesitaba hablar con alguien urgentemente.
–¡Nasa! ¿No es hora de volver? ¿Qué haces aquí?
–Muriel... –estaban sobre el tejado, observando con total impunidad a los policías y el camillero que ponía a Mariana en la ambulancia. Le contó lo que estaba haciendo cuando lo espantó una luz–. Es que creí que era uno de los nuestros, y totalmente desconcertado, huí despavorido –Nasaedhre rió de su propia confusión.
–Ah, y ahora está lleno y no pudiste volver a terminar con lo tuyo –Muriel lo ojeó con cierto desprecio, notando un poco de sangre en sus muslos–. Deberías limpiarte, al menos.
Nasaedhre se cerró la bata, ajustándola en la cintura con un cordón brillante.
–Volvamos a casa. Pero espera que voy a ver...
–No te preocupes, la chica es una retrasada que no distingue su mano derecha de la izquierda, y sea lo que sea que cuente, nadie va a saber nunca. ¿Quién va a creerle que la tomó una fuerza invisible? Como yo soy su guardián, nadie de arriba se va a enterar.
Sin embargo, el prudente Muriel insistió en ir a inspeccionar, también por curiosidad. Podía caminar entre los humanos, torpes criaturas, y observar lo que hacían sin que ellos notaran su presencia. No obstante, al pararse detrás de la mujer que estaba sentada con los hombros gachos mirando la nada, notó que su cuerpo se estremecía como sacudida por un soplo helado y en seguida volvió la cabeza hacia él. Muriel se refugió a tiempo tras un policía, usando su aura como camuflaje. ¡Esa joven podía percibir su presencia! Se quedó escuchando: comprendió que ella había sido testigo, y aunque no estaba contando nada, en cualquier momento podía empezar a revelar, aunque fuera en sueños. ¿Y si tenía un ángel guardián que la escuchaba, alguno que no pudieran controlar? Esto era un problema que había que resolver. |