En mis pequeñas aventuras como repartidor de pizza, uno llega a conocer un montón de rincones y lugares cercanos que antes habrían pasado desapercibidos o que simplemente nunca habría visitado. Uno de ellos es la calle Cuesta de la Plata.
Como su propio nombre indica, se trata de una cuesta, que además es angosta y bacheada. Conecta el mal llamado barrio de la Bola de Oro con el puente nuevo que hay sobre el río Genil a la altura del número 60 de la Carretera de la Sierra. Es de sentido único, así que se puede bajar la cuesta en moto pero no subir por ella.
La descubrí en mis primeros días de reparto en la pizzería, buscando el camino más corto que me llevara desde los Vergeles hasta la Carretera de la Sierra. Desde entonces he escuchado muchas historias sobre ella, más malas que buenas. Aunque ahora está asfaltada, siempre hay que bajarla con precaución. No tiene aceras (no hay sitio para ellas), y lo mismo te encuentras con gente que sube y baja por la cuesta, con algún coche que baja lo más despacio que puede o con otros repartidores o niñatos kamikazes que han decidido subir la cuesta en dirección prohibida. Peor era antes, que a todo esto había que añadir el empedrado gastado que formaba el antiguo pavimento.
Allí parece vivir un conjunto de gente bastante diversa: una gitana que al pedir pizza siempre pregunta si le llevamos algo de regalo y que protesta mucho cuando alguna pizza se quema un poco, un par de casas de estudiantes, abuelos y gente mayor, un grupo de fumetas que entran a su morada abriendo la puerta con el DNI, residentes de unas casitas nuevas adosadas donde un tipo me dió dos euros de propina por un par de cigarrillos...
Es un destino poco apetecible para ir a altas horas de la noche. Reconozco que a mí nunca me ha pasado nada. Me refiero a nada grave. Pero a algunos compañeros no les gusta pasar por ahí. En una ocasión nos hicieron un pedido falso que me tocó a mi. Afortunadamente, estuve listo, y cuando vi que un grupo de chavales se ponía en marcha al dar la vuelta a una esquina, decrementé la marcha y los estuve mirando de cerca muy fijamente, como queriendo decir: "Me estoy quedando con vuestras caras, cabrones". Luego me di la vuelta y volví a la pizzería para regresar con algún compañero. Cuando llegamos al destino, allí no habían pedido nada. Los niñatos ya no estaban, pero mientras estábamos allí parados, bajaron dos niñatos en moto, con el motor apagado pero a toda leche, que pasaron a ver si yo había vuelto solo o con compañía. Aquella noche, el jefe se tuvo que llevar cuatro pizzas y una lasaña a otra de sus pizzerías para venderlas por porciones.
El episodio más alucinante en ese lugar que ha llegado a mi conocimiento, fue que le robaron las pizzas en marcha a uno de mis compañeros. Parece ser que mi compañero iba bajando la cuesta despacito, y unos niñatos se colocaron con su moto justo detrás de él. Entonces, el que iba de paquete consiguió abrir el cajón de las pizzas y coger la bolsa térmica sin que mi compañero se diera cuenta. Cuando llegó a su destino, vió que el cajón estaba vacío y que las pizzas habían volado. Unos profesionales. Desde entonces no dejo que nadie me vaya "comiendo el culo" y menos en ese sitio.
A pesar de todo eso, siempre que paso por ahí, no dejo de hacerme las mismas preguntas: "¿Cómo fue esta calle hace cinco siglos? ¿Qué tipo de gente vivía en este lugar?". El mismo nombre de la calle sugiere muchas cosas. Te imaginas la calle llena de talleres artesanos donde trabajan la plata, seguramente morada de judíos que la habitaban previamente a la expulsión decretada por los Reyes Católicos. Sospechas, que un día se ven confirmadas por la existencia de una casa, nueva o reformada, que en su fachada muestra una estrella de David junto con un puñado de caracteres hebreos. Entonces vienen a tu mente aquellas imágenes que creó tu imaginación cuando leías "El último judío" de Noah Gordon, de un chico que trabajaba en la platería de su padre en alguna calle similar de la antigua Toledo. Te imaginas la misma historia, pero en un sitio diferente, aquí, cerca de tu trabajo. Al lado de un barrio residencial que se ha convertido en morada de nuevos pijos, de niñatos “raperos” con zapatillas de cien euros “pa' rriba” y con ropa cara que no han pagado ellos. Un barrio que en lugar de llamarse "La Bola de Oro", debería llamarse "Camino de los Neveros", que aunque existe la calle "Real de los Neveros", debería haberse llamado a todo el barrio así. Lo que pasa es que la palabra "nevero" es un oficio, que implica trabajo, y el trabajo es de proletarios. Así que algún astuto constructor, en comunión con el político de turno, decidió llamar al barrio "Bola de Oro", que connota opulencia, para así poder vender las viviendas bastante más caras.
- ¿Dónde vives Mari Puri?
- Pues me acabo de mudar a la "Bola de Oro".
- ¡Ay! ¡Que estupendo!
Pero no hay que sorprenderse. Esto es lo que ha pasado siempre en Granada. Aquí los políticos casi nunca han intentando conservar el patrimonio. Siempre ha sido mejor derribar lo viejo y construir algo nuevo. Así desapareció el barrio que ocupaba antes la Gran Vía. Sin embargo, yo no puedo evitar sentir pena por una calle, que en algún tiempo debió ser bulliciosa y llena de actividad, y que ahora, parece abandonada y pone el vello de punta.
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