El Tercer Acto
Había puesto su teléfono móvil en la opción de vibrador. No lo apagó al inicio de la ópera cuando el presentador se lo solicitó a todos los asistentes consciente de que alguna emergencia podría ocurrir; era la primera vez que decidían dejar a su hijo con su suegra y la verdad no confiaban mucho en ella. El acuerdo había sido no llamarlos por ningún motivo a menos que una verdadera emergencia ocurriera; sin embargo, al inicio del tercer acto el teléfono vibró, Gabriel vio en la pantalla su nombre y entonces imaginó lo peor. Le mostró el teléfono a Adriana que salió inmediatamente incomodando a todo el que estuviera en su camino, mientras estos intentaban entender cómo Otello se llenaba de argumentos para juzgar de infiel a Desdémona con base en las acusaciones que Iago había hecho de ella.
Hasta ese momento la noche había sido perfecta: buenos asientos, buena visión del escenario, nadie suficientemente alto en la fila de adelante como para estropear el drama y, en general, ese sentimiento de que por espacio de cuatro o cinco horas su única preocupación sería disfrutarse el uno al otro. Después de la ópera comerían algo, hablarían con sus amigos, felicitarían a Antonio por su buen desempeño tocando el chelo, tal vez tomarían un trago, y luego se marcharían tranquilos a su casa después de la medianoche.
Pero el maldito teléfono tenía que vibrar. El tercer acto se estropeó por completo; cualquier cosa que pasara ahora sería irrelevante al compararse con la preocupación que tenía en mente. Desde que Adriana salió pisando a unos y empujando a otros, Gabriel miraba hacia atrás cada diez segundos a ver si realmente era una emergencia y debía coger los abrigos y el, también, incomodar a los vecinos de fila. Miraba para los lados y miraba nuevamente atrás y Adriana no volvía. Empezó a pensar que no había pasado nada grave; Adriana no podría irse sola ya que él tenía las llaves del carro y, por demás, nunca lo haría así fuese ella quien las tuviera. Sin embargo, su intranquilidad se transmitió a las filas cercanas de donde ya lo empezaban a mirar con cierto desespero y una urgente necesidad de apacigüe.
Gabriel siempre había dudado de la capacidad intelectual de su suegra. Siempre había sido inferior que ellos en discusiones de política; pertenecía a esa generación que él tanto despreciaba en la que pensar en problemas sociales era ser comunista; era de ellos que creían que el mundo se dividía en buenos -nosotros- y malos -ellos- y en frases como "el que no está conmigo está contra mi"; le molestaba hasta los huesos su ultranacionalismo con base en el cual los crímenes mas horribles, si eran cometidos por orden de su jefe de gobierno, tenían justificación. Pero no sólo era un problema político; cuando él daba sus opiniones literarias, musicales, artísticas, históricas o filosóficas, la conversación fácilmente podía terminar en un laberinto de chismes de farándula frente al cual Gabriel prefería guardar silencio generando, al mismo tiempo, ese ambiente tenso que aparece cuando simplemente no hay nada que decir y esa idea de que "yo se que él sabe que yo se que él sabe que yo se que él sabe,... que la conversación es estúpida" se vuelve evidente. Ella era de esas personas para las que entre un cuarteto de cuerdas de Brahms y la canción del artista pop del momento simplemente hay una diferencia de gustos "porque tu tienes que entender que somos diferentes y que no nos tiene que gustar lo mismo; lo que es bueno para ti no tiene que ser bueno para mí, si me entiendes?".
Pensar en todo esto, durante el tercer acto, después de la llamada, le sirvió para tranquilizarse. Sabía que ese tipo de personas llamaría a decir que no encuentra el control de la televisión, que si será mejor recoger los platos hoy o mañana o que si ya es hora de darle comida al perro. Entonces supo que no había pasado nada grave. Pero siempre quedaba una intranquilidad latente.
Al final del tercer acto Adriana volvió y, efectivamente, cualquier estupidez de pañales, teteros o de "este invierno tan frío" había sido el motivo para llamar en medio de la ópera, aun después de un acuerdo explícito de sólo llamar si una verdadera emergencia tenía lugar.
-¿Cómo me puedes hacer esto?
Fue la pregunta de Adriana a su tonta madre y, desde luego, aparecieron inmediatamente mil excusas. La mas importante, según ella, es que creía que la ópera se había acabado hacía media hora y que entonces estarían comiendo.
-"Perdóname, mi amor, pensé que ya habían salido, calculé mal, no sé qué pasó, pensé que, pensé qué..." Eso fue lo que me dijo, explicó Adriana.
-Pensé, pensé, pensé....! Qué pensé ni qué nada! Si los compromisos no se cumplen no veo razón para hacerlos. Estoy harto de que me incumplan citas o me cancelen almuerzos. Esta gente definitivamente no entiende nada, alegó Gabriel.
-Estoy de acuerdo, esto es muy lamentable.
-¿Qué es lo lamentable?
-Bueno todo, dijo Adriana, pero ahora que haya pensado que la ópera ya había terminado.
-Sí, lamentable. Pobre señora, aun no sabe que las cosas no acaban cuando uno cree sino cuando tienen que acabar. Al terminar su frase pensó en Zaratustra y sonrió.
Adriana pensó lo mismo; también sonrió. Retiraron sus miradas, y se acomodaron para ver el cuarto acto que estaba por empezar.
|