EL LLANTO DEL JAGUAR
Sentado a la orilla del río que duerme, un anciano escuchaba atento los sonidos que salían de la noche.
Sus cansados ojos subían una y otra vez hasta las alturas, envolviendo su mirada entre sacos de nubes que marchaban por el cielo.
Se oían grillos, se oía el viento, ramas de árboles que se retorcían.
El sonido del agua corría, dejando escuchar un retumbo parecido al de la lluvia cuando brinca sobre las hojas y los troncos.
“La Naturaleza tiene su voz” -decía el viejo- mientras movía el agua con una vara de espabel.
La vida seguía su rumbo, y arriba el cielo continuaba hundiéndose en la noche.
El hombre respetaba el entorno y este le sonreía con la vida.
La mañana se le fue acercando por la espalda y unos brazos de caoba rodearon su cuello.
¡Abuelo! – gritó un niño con un beso. Y luego de un salto desapareció en las aguas. Los ojos del chamán contaron las ondas que se extendían y después vinieron los segundos, enormes, eternos...
Otra vez las ondas y un buceo frenético en el alma del río.
La desesperación le daba fuerzas para salir una y otra vez a la superficie.
Fríos minutos corrieron hasta que un cuerpo fue arrancado de las raíces del fondo.
El anciano sopló con fuerza y el niño se llenó de vida.
Tras de él, dos sombras hundían bolas de fuego en su espalda.
Eran seres con la piel pálida y cabellos dorados, cargados de ideas oscuras y grises.
No creían en los cantos de las aves, ni tampoco les gustaba escuchar las voces de los ríos.
Ignoraban la magia del jaguar, y menospreciaban los espíritus de la tierra.
Creían en otro dios, uno con llagas en las manos y espinas por corona.
Decían adorarle, amarlo... pero lo imponían a la fuerza, sin respetar sus creaciones.
La tierra lanzó su grito y hombres con hombres se enfrentaron.
Otros credos, otra fe, otras razas...
Grandes manchones de sangre empaparon los cuerpos.
Durante siglos la gente con cabello de sol intentaron doblegar aquella estirpe de Caupolicanes.
¡No pudieron! Los hijos de los ríos huyeron con la ilusión y el viento a los cerros de Talamanca. Se quedaron ahí, donde actualmente algunos viven siendo silenciosos testigos de un mundo que se apaga como el lejano llanto del jaguar.
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