Caminar con la alborada por las calles semidesiertas: una costumbre que observo con rigor inquebrantable desde mi estancia adolescente en París.

Este amanecer, la ciudad respiraba con un aire viejo, como incapaz de recostarse con aplomo sobre la colina de sus cimientos. Por el cielo de nubes agoreras, volaba la primera gaviota de la mañana. Triste, perezosa, seguro —pensé— que con las ganas justas para la rapiña de algún pescado en los barcos del puerto. Y, como cada día, desandar entonces sus vuelos hasta el nido y alimentar a la prole pedigüeña y egoísta hasta el desespero.

Frente a mí también un edificio, un balcón y una mujer-madre en bata de casa y ojeras de desvelo. Abajo, un adolescente con la impaciencia en sus modales:

—¡Corre, baja a abrir!

Callar. Fingir la sordera del indiferente, de la ciudadana impersonal caminante de las calles. Y así conservar la compostura y no despojarse una de toda mi mala sombra de hoy con un capirotazo en el cogote del chiquillo maleducado y trasnochador.

Sin duda, parecía uno de esos días. De esos días ideales para recibir en tus ojos como la peor amenaza el rosa innegable del test de embarazo, extender sobre la mesa los trozos de la botella de la que anoche bebía —antes de la borrachera y la paliza y los cristales— tu ahora ex novio y ex futuro soñado, y caer con el vientre desnudo sobre ellos a modo de harakiri preventivo. ¡Qué vida esta, Dios!