Nunca tuvo pelos en la lengua. Sabedores de su agudeza, sus pocos amigos le apodaron Sócrates. Y él, envanecido con esa comparación, se placía en meter baza en cuanto asunto estuviera al alcance de sus narices. Nada le parecía bien y todo lo discutía. Esto le permitió que todos comenzaran a aborrecerlo. Uno de sus peores enemigos discurrió enamorarlo. Y le fue presentada una bella chica de la cual el contestatario quedó prendado. Tanto así que a los pocos días ya visitaba la casa de la muchacha y era recibido con honores por la madre de esta. Al mes, el tipo ya quería casarse con ella. Y la progenitora, orgullosa de emparentarse con este brillante personaje, preparó una cena especialmente elaborada para agasajar al futuro matrimonio.

El enemigo acérrimo de Sócrates sabía muy bien lo que había hecho. Frente a ese desfile de platos, el novio aguzó su olfato y paladeó mentalmente esos exquisitos manjares. Se felicitó por tan buena elección. Servido su humeante plato, entrecerró sus ojos como si fuese un sibarita y entreabriendo su boca, introdujo en ella una porción de ese aparente manjar. Un atroz alarido se escuchó en la habitación. Luego, Sócrates salió disparado de aquella habitación. Nunca más se volvió a saber de él. La frustrada suegra lloró durante semanas al saberse culpable de este repentino quiebre. Si bien no era experta en preparar cicuta, era una verdadera nulidad en lo que se refiere al arte culinario…