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Llamó a las 8 y me dijo que quería hablar de lo nuestro. Cuando decía lo nuestro se refería, intuyo, a conversaciones nunca resueltas, a intentos fallidos, a ganas que resbalan en el marmol de lo moral: de lo permitido y lo prohíbido.Siempre que sonaba el teléfono, yo deseaba que ese sonido estridente me trajera la voz de ella. Porque justamente si era ella, el fantasma cotidiano, ese ritual monótono de volver con la cara larga del trabajo y soportar alguna queja de mi mujer, se pudiera disipar tan fugazmente como el humo de una avión en el aire. Sin embargo esas charlas fulgurosas, aunque tendrían que durar años, se terminaban. Carecían de extensión, se consumían tan rápidamente como todas aquellas cosas que se disfrutan demasiado. Y lastimosamente yacían en la nada, en esas fichas puestas en el azar, en esa eventualidad de que nuestras vidas girasen en un mismo sentido casi mágicamente.

Pero aquella tardecita llamó con otra cadencia, con otro tono: dijo que todo había concluído, que lo nuestro era platónico porque ya habíamos tenido tiempo de empujarnos a hacer lo que en años habíamos tramado por teléfono, y en esas charlas de cafés. Y que si no lo habíamos hecho, por algo sería, porque en la burbuja del amor no caben dos sujetos que le temen al desafío. Y que justamente si le tememos al desafío no podemos seguir pregonándonos amor como dos niños. " Todo tiene un límite, y yo lo marco hoy" dijo, en un tono rudo que disimula el llanto, que lo esconde para mostrar la corteza que suele aparecer en cualquier despedida dolorosa. Yo escuché esas últimas palabras como el preso que escucha cargar los fusiles de su condena, apegado a un corralón, cerrando los ojos y viendo en un film vertiginoso esas escenas que vale la pena llevarse al funeral.

No atiné a torcer ese discurso, porque pensé que quien lo emitiera tenía un sostén incapaz de ser vulnerado. Imposible de desarticular, de reprochar.
Así fue, recuerdo que dejé el teléfono descolgado en su eterna melodía ocupada y pegué la mirada al techo, desconociendo el tiempo, la calle, los deberes y las urgencias.Es que ya la vida perdía ese encanto misterioso, ese tesoro luminoso que me omnibuló por años en su hallazgo. Me imaginé repitiendo robóticamente las obligaciones del trabajo, volviendo cansando a casa a encontrarme con mi mujer, que me aguardaba con una sonrisa al borde de la mesa, con la comida humeando y un ritmo de bossa como música ambiente. Me imaginé transitando ese camino trillado, muriendo por dentro, injuriándome mil veces por ser un pobre cobarde que se inmoviliza ante el orden establecido, en ese arcaico dilema humano de encontrarnos solos frente al abismo.

Creo que pasaron cinco años de aquella trágica llamada. Decidí no contar con minuciosidad porque, intuí, que sería caudicar mi piadoso método de inventar un olvido. Finalmente esas artimañas de los infelices no me bastaron para parar la hoguera. Nadie puede frenar la corriente ni aunque invente lo que invente. Sería como desafiar las leyes de la gravedad, como tapar el sol y apagar el viento.
No supe casi nada de ella, traté de taparme los oídos cuando la mencionaban en alguna mesa del bar, otros conocidos en común que jamás supieron de lo nuestro. Sin embargo supe, que planeaba irse, que quería probar suerte en otro país porque aquí nada la motivaba a permanecer.
Llegué a enterarme un lunes por la tarde, de que ella había partido hacía casi una semana a París, por una beca que logró conseguir mediante el colegio de abogados. Viviría en un departamento de dos ambientes con un ventanal gigante con vistas al Río Sena y a aquellas pasarelas románticas parisinas donde el arte y el amor parece fundirse como líquidos transparentes.

Contar mi vida en ese lapso, en ese período gótico donde fui un robot que apenas repetía las coordenadas, llorando mientras me bañaba y garabateando cartas e ideas que nunca envié; prácticamente no tiene mucho sentido. Fue eso: esa secuencia basada en la redundancia, en la repeteción y aumentando la tristeza como un cancer impiadoso que sólo fluye. Corre velozmente.
Con pereza, con movimientos oxidados, pasaron dos años más. Pues aquella mañana de junio me afeité una barba tupida que se mezclaba con el bello pectoral porque me habían advertido cierta decencia en la empresa, y pese a la antiguedad, debía seguir acatando esas sugerencias de la jerarquía. Me cepillé los dientes, me sequé la boca y caminé hacia el café humeante de la cocina. Mi mujer no estaba, habría salido de mandandos, y una carta sellada con lacre, decorada de gerberas rosas y azules, con una letra fina en manuscrita que decía: "Carlos y Salomé, Presentes". Los colores discretos, las flores y esa caligrafía tan pulida a un simple vistazo me trajeron a ella, a nuestras cartas y rosas, en aquella época donde fantaséabamos con fugarnos para ser felices. Me acerqué con lentitud al sobre, arriba de mi revista semanal, lo tomé con miedo y leí derrumbado.
" Estimados amigos y familiares, los invitamos a la ceremonia de casamiento que se desarrollará en las instalaciones de la Iglesia Paroisse Saint Merry de París, Rue verrarie 76, a las 21 horas. Saludaremos muy jubilosamente desde el atrio. Karina y Alain".
Probablemente ese sobre, tan prolijo y estético, fue el tiro de gracia que no existió en aquel llamado inolvidable. Porque pese a sentir la lejanía, a palparla en la mudez del teléfono, en las cartas que llegaban disfrazadas de comerciales y repletas de amor, jamás había arrasado con algunas ilusiones de restaurar esa misión incumplida. Quizás como una coraza para amainar la tortura, tal vez por desear una empatía sentimental, que ninguno podría librarse de ninguno porque era un pacto simbólico sellado con fuego.

Pero el sobre me derrumbó el castillo. Me abofetó como debía abofetarme la vida desde hacía tiempo, para poner los pies en la superficie. " Ya está" me dije, " ahora debo ir, por mi incondicionalidad, por los años que nos conocemos, por las cosas que pasamos juntos ajenas a nuestra historia". Horas después lo hablé con mi mujer, y enseguida comenzamos a tramitar el vuelo a esa ciudad romántica de lloviznas incesantes, donde yo soñé pasear con la mujer de mi vida, como paseó La Maga con Oliveira y tantos amantes anónimos empedernidos persiguiendo la felicidad, o tal vez la plenitud.

Arribamos un viernes a la siesta. Un chauffeur nos esperó en el playón gigantesco del aeropuerto parisino con un letrero negro con nuestros nombres. Paseamos lentamente por las ruas francesas como descubriendo todo: La torre eiffel, el arco del triunfo, los museos de arte, napoleón erguido en victoria y petrificado para el resto de la humanidad. Las sombras y no tan sombras de Victor Hugo, Cezanne, Marlen Dietrich y Hemingway se me aparecieron reales e irreales casi de un flechazo. Olor a asfalto mojado, y muchachos debajos de paraguas regalándose besos por doquier. Y yo abrazando a la mujer que no soñé, simulando disfrutar algo increible.

Aquella misma noche sería como asistir a mi propio entierro. Sin embargo inexorablemente concurriríamos. Nos bañamos a eso de las 7 y partimos una hora más tarde en el servicio de transporte del hotel. A eso de las 8 y media ya estábamos en la puerta, mirando desde el paraguas la parsimonia de automoviles que desfilaban por la calle como en un acompañamiento fúnebre. Yo creo haber fumado un atado de Virgina Slims entero, en casi media hora que restaba esperar para la ceremonia. Salomé me sacudió del brazo más de una vez, en un gesto de ponerle coto a esa fiebre de amor que jamás sospechó. Preguntó que me pasaba más de una vez, e inventé una historia en torno a la separación de mis viejos, y a ese aura de la iglesia que me trastocaba los nervios. Motivos totalmente banales y hasta inexistentes, pero creí que podrían hacerme zafar de esa agonía fatalista de contemplar como espectador pasivo mi muerte en vida.
Estaba hablando cuando ella entró radiante, luminosa como siempre, con el pelo recogido y un vestido blanco que arrastraba por el piso ajedrezado. Una música de vientos se encendió repentinamente, y él, morocho, de ojos pardos, se acercó con un tranco seguro para tomarla del brazo para siempre. Ella sonreía a la gente que aplaudía maravillada desde los asientos, y en esa fracción logró verme. Trató de fabricar una cara atenuante, pero yo, desde hacía muchas horas, era inmune a cualquier tipo de artificio que pretendiera alivianar la pena. La miré fijo, y cerré los ojos. Rebobiné el tiempo, lo transformé; y volví a verme con ella, con mi Karina, paseando lentamente por el Río Sena, observando cuadros, consumiéndonos a besos entre risas y abrazos. Eludiendo la lluvia con el paraguas, mirando París como desde arriba, como si fuéramos amos y señores de una ciudad encantada, vacía, que se quedaba abierta a nuestra merced, a nuestro libre antojo.
Luego creo que ibamos al departamento de ella, volvíamos a mirar el Sena mientras hacíamos el amor en su cuarto, y ya no volvía a sonar el teléfono. Finalmente no sonó más. Creo que nunca tendría que haber sonado

Texto agregado el 13-03-2009, y leído por 129 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-07-2009 Impresionante texto. Esto de querer borrar el pasado en un final, suena a imposible, a lección no aprendida. Toda esta historia es un monumental homenaje a la cobardía de vivir una vida propia y sólo perseguir los ideales ajenos y cumplir con lo que esperan de nosotros los demás. Una vida sin sentido. "Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él activamente”. (RH n.10) Juan Pablo II" Descubro en vos a un muy buen escritor de la página. 5* Susana compromiso
17-03-2009 Buen texto solo que el final, trata de darle un retoque desde esa parte que iban al departamento de ella... pero textualmente esta bueno ;) antlion
 
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