El vozarrón de don Mascardi rompe todo encantamiento. Su voz cascada y poderosa llega desde la vereda y se impone a la placidez del otoño. Él fue carnicero y solía cortar huesos a las cinco de la mañana con su chirriante sierra, por lo que era odiado por todo el barrio. A pesar de su apariencia de macho rotundo, le decían “lavarropas”, “porque lo manejan las mujeres”. Vivía con su mujer y una hija. Un día la mujer se cansó de los gritos y chiripiorcas del marido y se mandó a mudar con un pelado que era cliente asiduo de la carnicería. Detrás de la mujer marchó la hija. Y don Mascardi quedó solo. Ahora ya no tiene la carnicería, la alquiló, y se sienta en la vereda a rezongar y conversar a los gritos con don Isidro, que vive enfrente.
Don Isidro es otro solitario, porque también lo abandonó su mujer, sin querer, es decir, se fue ya de este mundo. La locura de don Isidro son las hojas en esta época del año. Barre y barre todo el día la vereda, rezonga, increpa a los árboles para que dejen de voltear las hojas que le tapan la rejilla. Y mientras barre, está a la pesca de algún vecino que le preste la oreja para largar sus penas.
A veces encuentra eco en el taller de al lado, el del Peto Lucardi, un gordito, petiso y pelado, como todos los Lucardi. En el taller la radio aturde a toda hora y el olor a pintura aletarga los sentidos. El Peto es otro hombre solo. Se casó con una maestra que le dio tres hijos varones. El año pasado la mujer murió de cáncer. Los hijos, grandes ya, volaron. Él era siempre el chistoso de la cuadra, cambiaba chanzas, bromas, gritos, y hasta insultos con la gente del taller de enfrente, de los Moya. Un día que había perdido Boca –son de River los de enfrente, los Moya-, no le alcanzaron las palabras al Peto para descargar su rabia, y cruzó corriendo para terminar en una lucha libre con un “gallina” en medio de la calle. El barullo rompía la siesta; daba vergüenza ver a estos dos hombres grandes revolcándose por el suelo, agarrándose de la ropa, del pelo, llenos de tierra. La situación era ridícula y un tanto patética. Un auto que dobló en la esquina casi los atropella. Los hombres de los talleres rivales alentaban con gritos y ademanes a cada uno de sus compañeros.
La muerte de su mujer le pegó fuerte al Peto. Ahora parece casi un viejo, no se escucha ya la radio, ni su voz, y trabaja hasta los sábados a la tarde “para no estar tan solo, acá por lo menos me acompañan los autos”, dijo un día, “y hay que llenar el tiempo que me dejó vacío la Chola.” |