En la oscura claridad de un foco, yacen los restos de un perro, un perro muerto, hecho de un palo, hecho de ira.
Los callados y negros zapatos del viejo se camuflan con la falta de luz mientras chorrean los adoquines el agua de la noche.
El callejón, solo allá en el fondo y triste de frío y acobardado de tanto dolor canino en gritos, se arruga contra el perro. Los carros escupen agua al pasar pa despertar al bicho, putrefacto, imbécil de tanta golpiza, estúpido, desconcertado. Él que supo ser cabortero en sus tiempos de arreador de vacas gordas del viejo pueblo, amigo del viejo. El perro basura deja al viejo irse yendo, hirviendo herbores de calentura sin mirar atrás, por no mirar, por no volver. Y enfrióse el bicho con la garúa dura de frío hasta que se fue el oscuro.
El viejo siempre lo quiso.
De hace un rato los almacenes se abren, los termos ceban mates, las ferias se acomodan, las flores y las quinielas se empiezan a vender y el perro, negro, se evapora allá en el fondo, solo, duro de muerto. El viejo que pasa en el carro por la calle de adoquines como viendo cómo estaba, si estaba, el animal. Para en un almacén, compra yerba, una caña y el diario. Sube al carro, tropieza con un florero y se lleva flores.
Y pensar que murió...
La vieja lo espera desconcertada en la sala. Ya va llegando con el perro y la vieja en la mente. Saca como haciéndose en armas, un tabaco y hojillas para armarse un cigarro y dejarlo ahí nomás, en la puerta, para que no se lo coman los nervios de la vejez.
Le tiemblan las patas bajo las alpargatas junto al cordón de la vereda. Termina el tabaco, escupe el resto, se calza el diario bajo el brazo y su yerba, su caña.
Se mete a la sala y ve la vieja que lo espera, desconcertada, estúpida, muerta de tanta mordedura.
Dura de muerta. |