EL EXAMEN
La hora había llegado, el examen iba a comenzar, atrás quedaban aquellos días de una preparación intensa destinada a lograr el objetivo.
El aula era un recinto bien iluminado, éramos un grupo numeroso. Los nervios a punto de estallar, y un pequeño murmullo corría de banco en banco, el único que permanecía tranquilo, altivo, era ese odiado profesor que tenía el poder de decidir.
De pronto: SILENCIO grita el profesor, fila uno, tema dos, fila dos, tema uno, y así va asignado la tarea. Al instante las preguntas de mi tema comienzan a tomar forma en mi mente, los nervios aflojan, y empiezo el desarrollo. Una hora después entrego mi prueba y distendido regreso a mi hogar.
Mi madre ansiosa me esperaba con un buen almuerzo y la ilusión en su rostro. Nada tardó en indagar sobre como me había ido, mi respuesta fue breve. –Creo que bien. Los ojos de mi madre se iluminaron, y ese día las milanesas preparadas con cariñoso esmero me parecieron las mejores que había comido nunca.
El martes nos darían las notas, eran definitivas, inapelables, nuestro futuro –al menos el inmediato- dependía de ellas, todos estábamos tensos, no se publicarían en pizarra. Nuevamente el aula abarcando la ansiedad. El profesor comenzó su charla. –Creo que algunos de uds. no merecen ingresar en esta prestigiosa Universidad. El primer golpe fue tremendo, nos mirábamos deseando ver en el otro al destinatario de estas palabras, pero la duda comenzó a carcomernos a todos, y continuó. –Cuando yo hago una pregunta, me gusta recibir una respuesta concisa y puntual, no una… florida… exposición de vuestro parecer, lo científico no debe expresarse con palabras de uso común, nosotros intentamos formar cirujanos de cuerpo, no de almas. En ese punto, ya me parecía que los comentarios iban dirigidos a mi. Los deseos de mi madre eran que yo fuese médico cirujano, y mis deseos complacerla, aunque mi inclinación secreta era otra.
Media hora duraron los comentarios sobre los exámenes y al fin la lectura de las notas comenzó.
Los números mandaban, cuatro, ocho, seis, dos, hacían la diferencia entre la dicha y la desdicha. Llegó mi turno, mi apellido me ubica lejos en el abecedario, todos los sentidos atentos esperando, rogando, no podía defraudar a mi madre, y como en cámara lenta escuché un dos, un dos… largo, profundo, y la vista se me nubló.
Hoy mientras disfruto de un día de sol en la playa, aún suena ese dos en mi mente, pero tiene otro significado, hoy soy feliz, cuando un lector al que seguramente jamás conoceré, en la página de lectores de mi modesta revista, agradece mis floridos comentarios que tanto disgustaron a aquel profesor.
Las milanesas de mi madre tienen aún mejor sabor, y sus dulces ojos transmiten el orgullo que siente, por su hijo escritor.
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