ALGO SOBRE DIABLOS.
Que bueno era mi abuelo para contar historias. Mamá decía que eran puras mentiras, pero yo le creía, se ponía tan serio para hablar, igualito como se ponen los señores políticos.
Un día de invierno con lluvia y viento, el tata invitó a poner papas al rescoldo, las comeríamos con queso, mientras él contaría algo sobre diablos.
¡ Chuata! Sentí miedo, había escuchado a cabros mas grandes hablar de Sata.
Tiene olor azufre, cola larga y anda con horqueta, dicen.
A varios he preguntado por el olor que tiene, pero nadie ha sabido responder, el abuelo seguro sabe eso y mucho más del maldito.
Quería escuchar pronto al viejito y en un dos por tres enterré papas en la ceniza.
Sentado en un trozo de árbol esperé al tata. Apareció con una tetera y fuente para el picante; tomé las cosas poniéndolas sobre la mesa.
- Corre brasas para ese lado, Oscarín.
- Al tiro abuelito, con un choque las arrimé al lugar señalado.
El anciano puso a hervir el agua, luego sacó su bolsa tabaquera, con calma preparó un cigarro. Esperé anhelante, mis ojos fueron de sus manos a la boca, esperando el inicio. Huele a cilantro, ají, chalotas, ajos y orégano.
- Hirvió el agua Oscar, échale a la fuente, el resto llévalo a tus paires para que mateen, mientras saco las papas.
- Cuando volví, el taita tenía la mesa servida. Dos cucharas en el ajiaco, queso y papas en platos bajos.
- Te esperaba para hacerle la pelea al picantito.
- Comemos con buen apetito. De pronto empezó la historia…
- Mira nieto, cuando tenía tu mesma edad, fuimos con Juan y Medio, el Pedro Urdemales y yo, a buscar piñones al pié del volcán Villarrica. A las siete ya teníamos media bolsa harinera cada uno. Cansados nos sentamos sobre unas rocas, que muchos años atrás habían sido escupido como
carbones por el Gran Brasero del Diablo – tal decían los lugareños.
- Pregunté entusiasmado: ¿Tata, en verdad conociste a Pedro Urdemales y quien era Juan y Medio?
- Oscarito, no sólo conocí al Pedro, fui su gran amigo; con Juan éramos uña y mugre; ese bruto medía mas de dos metros. Un día lo encontramos
desbarrancado frente a la Cueva; eso le pasó por ir solo y no llevar una cruz al pecho. Tenía los ojos quemados, atravesado el cuerpo en varias partes por la horqueta, desde ese día desapareció la entrada a la Cueva.
- Abuelo, le dio pana para entrar a la casa del maldito…
- Sí, pero esa vez entramos los tres.
- Cuénteme abuelito, ¿qué vio adentro?
- Enseguida muchachito – se tomó unas cuantas cucharadas de ajiaco.
- ¡Ya pos, cuente!
- Escucha bien Oscarín, el cuento es largo no interrumpas. Juan tiró la idea.
- ¿Vamos a la Cueva del Diablo?
- ¡Vamos a la casa del maldito! , en una de esas nos convida desayuno.
Empezamos a subir, cuando llegamos, dijo Urdemales:
_ El más grande entra primero.
Juan empezó a caminar lentamente; pronto sentimos olor azufrado y carne asándose.
- Parece que estamos de asado dije, como para espantar el miedo.
- Amaneció con hambre don Sata – acota Pedro.
Nos seguimos metiendo, hasta ver un enorme brasero rodeado de diablos, varios cuerpos humanos se doraban en las brasas. Un poco más alejada, había una diabla linda, sus ojos despedían chispas. Doce estaban sentados en mesa de pura roca.
Los diablos jóvenes sacaron un asado doradito, al ponerlo sobre la mesa, pude ver a un curita muy querido en el pueblo, los malditos prácticamente lo devoraron.
Los diablos chicos arrastraron a otro cuerpo, logré reconocer al maestro Manuel, un gran carpintero y excelente persona.
- ¡Chupalla!, estoy confundido, cuchicheó el Juan, agregando:
- Quisiera ver la cara de un cachuo.
Como si le estuviera escuchando, un mandinga saca su máscara. Sorpresa grande, se trataba de un terrateniente que tenía como doscientos peones, todos cuatreros.
Un diablo grande y flaco ayudado por unas diablas, sacan el cuerpo de un profesor muy querido por sus colegas; alumnos y padres, decían que era comunista.
Haciendo fuerzas para tirarlo sobre la mesa, cae la máscara del diablo, nueva sorpresa, era un cura hasta con cara de Satanás.
- Yo me largo- dice Urdemales.
Lo seguimos, pisando suavemente para no ser sorprendidos.
Llegando al valle, Juan sacó el habla, diciendo muy convencido.
- ¡Este infierno quedó mal hecho!
Las bolsas con piñones habían desaparecido, no encontramos rastro de gente, entonces mirando hacia la Cueva, grité a todo pulmón:
¡Diablo recalentao, hijo é tu maire! – Sólo el eco respondió.
Malhumorados empezamos de nuevo a recoger piñones, haciendo un atado con nuestras camisas. Volvimos cansados e impregnados de azufre.
- Abuelito, usted si que sabe cosas y es valiente, en cambio yo tengo miedo. Le di un beso en su barba, él se quedó riendo.
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