(Cuento)
Autor. Virgileo LEETRIGAL
Algunas calles del barrio San José de Cajamarca mostraban su habitual bullicio; niños juguetones, esporádicos vehículos y saludos de los transeúntes, eran como el preludio de una noche fría y con copiosa lluvia. Los relojes de la ciudad marcaban las siete de la noche y a esa hora, uno a uno llegaban mis tres compañeros y amigos, a quienes yo esperaba en la esquina de los jirones Marañón y Miguel Iglesias. Nuestra presencia respondía a una cita de encuentro previo. Desde allí partiríamos hacia la urbanización Fonavi I, a la casa de mi tía Dora Oq’as.
Después de la celebración del año nuevo, mi tía Dora viajaba con sus hijos a la ciudad de Lima, así aprovechaban las vacaciones escolares de ellos, disfrutando de la playa y el mar, al menos en enero y febrero. Ella era prima de mi mamá y confiaba mucho en mí, daba por cierta mi reputación de ser un universitario estudioso, responsable y honrado. Me dejaba las llaves de su casa, para que fuera allí a la hora que podía en el día y a dormir por las noches; de ese modo la gente vería que la casa no estaba deshabitada o abandonada. Yo aceptaba gustoso el encargo, porque allí tenía mayor comodidad y libertad para estudiar, que la que encontraba en mi alquilada habitación de no más de nueve metros cuadrados. Pero yo no estudiaba solo, lo hacía en grupo con tres de mis más cercanos amigos: Gilmer, Artidoro y Alex. «Cuatro cabezas piensan mejor que una», era la especie de lema que nos juntaba, además de la amistad que ya habíamos forjado durante los cuatro ciclos de estudios, que ya llevábamos en Facultad de Educación de la Universidad local. Tal era nuestra amistad que para el curso de Dinámica, uno de los más difíciles de nuestra carrera, nos habíamos dado maña para averiguar el título y autor del libro, del que el profesor copiaba las lecciones y los problemas, para las prácticas dirigidas y calificadas. Hicimos la respectiva bolsa económica, más criollamente conocida como “chanchita» y encargamos para que nos lo compraran en la ciudad de Lima.
Alcides Cortéz, era esposo de mi tía Dora y también era primo de mi papá, en el mismo grado que su esposa lo era de mi mamá. Mi tío Alcides trabajaba de chofer en una empresa de transportes de pasajeros, por lo que eran frecuentes sus viajes entre Lima y Cajamarca y viceversa. Aquel día que estaba por terminar, mi tío había llegado de Lima, y fue a la casa. Cuando aquella noche, luego de nuestro encuentro previo, llegábamos a la misma casa con mis amigos, yo me sorprendí al ver que la luz de la sala traslucía por la ventana. Era mi tío quien estaba adentro, había llegado a bañarse y cambiarse y ya se disponía a salir, esa misma noche se iba de viaje a Lima. Fue notorio que él también se sorprendió al escuchar nuestras conversaciones y casi escandalosas risotadas, porque de inmediato abrió la puerta.
—¡Buenas noches tío! —lo saludé, apenas se apareció en la puerta semiabierta.
-—¡Hola sobrino! —dijo mi tío Alcides, abriendo la puerta de par en par y dando una rápida mirada a mis tres amigos.
—¡Buenas coches señor! —saludaron ellos, casi en coro.
—¡Hola Jóvenes! —respondió mi tío, muy secamente.
—Mis compañeros y amigos, tío. Vienen conmigo para estudiar —abogué yo.
—Bueno hijo, la casa es tuya y tú sabes a quien invitas. Allí dejo galletas, frutas, gaseosas y algunas otras cositas, para que se sirvan. ¡Adiós a todos!
—Gracias tío. Buen viaje y saludos a la familia —finalicé.
Los comestibles los había dejado ordenados en el refrigerador y en el mueble de la cocina, como para que yo los pudiera ver. Un par de botellas de pisco «Biondi» estaban acomodadas en la parte superior de la vitrina, como si esa ubicación implicase un imaginario letrero que rezaba «prohibidas para estudiantes».
—Creo que no le hemos caído muy bien a tu tío —Dijo Alex, con cara de preocupado—, ya dentro de la casa.
—No te preocupes él es así, poco expresivo pero es buena gente —dije, como para que escuchen todos.Y les invité a tomar asiento alrededor de la mesa del comedor.
—Saca ya el libro clave, «mono» —dijo Artidoro— dirigiéndose a Gilmer. «Mono» era el apodo de él.
—Bien, aquí está nuestro «Shames» —dijo Gilmer—, colocando en la mesa un voluminoso libro con carátula verde. Era el libro de Dinámica del afamado físico matemático Irving Shames.
Acto seguido los cuatro amigos y compañeros de estudio a la vez, empezamos a plantear uno a uno los problemas del capítulo «El movimiento circular de los cuerpos» de la asignatura Dinámica. Todos aportábamos con sugerencias e ideas hasta encontrar la respectiva solución a los problemas. Íbamos resolviéndolos gradualmente y las respuestas íbamos confrontándolas con las que a manera de solucionario figuraban en las páginas finales del libro. Todo iba bien hasta que al cabo de dos horas de concentración, faltaba resolver el último problema del capítulo. Su texto era el más largo de todos, porque generalmente así lo deciden los autores de éste tipo libros. Colocan los problemas en un orden dependiente de la dificultad para resolverlos, de lo más fácil a lo más complicado.
—Este problema no viene en la prueba es demasiado «tranca» —dijo Gilmer, cuando ya llevábamos más de dos horas de práctica.
—Yo también creo que no viene en el examen —apuntaló Artidoro, bostezando y dándose un estirón de perezoso. Alex y yo nos miramos, como preguntándonos si secundábamos o no la idea de nuestros compañeros.
-—Hagamos el intento de resolverlo —les dije.
—Creo que si tienen razón —Dijo Alex, luego de leer el problema—. Ni el profesor resolvería esto, es demasiado complicado.
—Ah bueno, si ustedes lo dicen así será, cerremos faena —dije, mostrándome conciliador.
Mientras guardábamos en fólderes, cartapacios y nuestras respectivas hojas de la práctica de estudio. Gilmer plantó su mirada en la parte superior de la vitrina.
—Oye amigo Sergio —clamó, con tono de súplica— bájate hombre uno de esos pisquitos e invítanos un trago para el frío.
—«Mono» borracho, mejor cómete un plátano —Bromeó Alex, señalando al manojo amarillento de plátanos en el mueble de la cocina. Alex tenía fama de nunca haber tomado licor hasta marearse.
—No, de ninguna manera, están sellados, si solo abro uno mi tío va molestar. Si puedo invitarles un café —Apunté, esperando aprobación.
—Caféee, café tomo en mi casa —dijo Artidoro, apoyando la petición de Gilmer.
Afuera llovía y el clima se manifestaba con el natural frío serrano. El ambiente en la sala se puso especial, mis amigos aún no querían irse y valía la pena conversar de otros temas. Así que me paré, cogí una silla en la que me paré para incrementar el alcance de mis manos y bajé una de las dos botellas de pisco del techo de la vitrina. Seguidamente le encargué a Gilmer que lo abriera, mientras yo volvía hacia la vitrina por las copas. Gilmer, cual diestro catador y bebedor, ya se había servido un poquito del pisco en la misma tapa de la botella.
—Ahaaaaaaha! —gritó, con gesto de satisfacción—. Acto seguido, llenó las tres cuartas partes de las copas, cogió la suya y exclamó:
—¡Salud amigos con el mejor pisco del Perú! !Tengan el gusto de probarlo!
—Buen comienzo —dijo Artidoro, secando su copa.
—Tomen pero acaben la botella, con logro ganaré una gritada de mi tío —les dije.
—Tomemos. Tú tío no te dirá nada, hombre. Al contrario, se alegrará que su sobrino y sus amigos celebraron por adelantado la aprobación de uno de los cursos más difíciles de su carrera —dijo Gilmer—. Y todos celebramos su ocurrencia.
Tomábamos a medida, ya que las copas eran iguales, de tal modo que un cuarto de la botella de pisco en el estómago de cada uno, era lógico que hiciera efecto. Nuestras respectivas conductas empezaron a mostrarlo:
—¡Ya me piqué carajo! —dijo Gilmer.
—De una vez baja el otro —dijo Alex—, para sorpresa de todos, y con mirada y color de rostro variados.
Eso hice, Gilmer abrió la otra botella de Pisco. Artidoro pidió música del «Cholo Berrocal». Ya en la madrugada la casa se parecía a una cantina. Apenas dormimos dos horas, desde las cuatro y media de la mañana. A las ocho ya estábamos en la universidad.
El profesor Marco Méndez entró al aula, con un ato de hojas mimeografiadas en sus manos, y empezó a repartirlas de adelante hacia atrás. Estaba muy serio, como atemorizándonos con su mirada para que nadie pase las soluciones de los problemas a otros. Los plagiadores y soplones eran sancionados con un inapelable cero. Cuando los cuatro amigos tuvimos la hoja de preguntas en nuestras manos, nos mirábamos unos a otros… El problema irresuelto del capítulo del libro, estaba allí presente, vino como la última de las cinco preguntas de las que constaba el examen.
Yo buscaba la mirada de Gilmer, pero como él no me miraba, lo llamé en voz baja, por su apodo: ¡mono!. Entonces él me miró; y yo, serio, pasé el dedo pulgar de mi mano derecha por mi cuello, para indicarle que terminado el examen «se la verá conmigo». Alex que estaba muy cerca de él celebraba mi gesto con una sonrisa. En ese momento en que el veinte, el máximo calificativo, se nos iba de las manos, yo veía al «mono» Gilmer como el mayor culpable, ya que por su prisa y excesivas ganas de beber dejamos de razonar y resolver el último problema. Y por tanto, solo resolvimos cuatro de los cinco problemas del examen. Intenté resolver el último, veía que Alex hacía lo propio, pero la resaca no nos permitía en ese momento, encontrarnos con la lucidez. En menos de media hora habíamos resuelto los cuatro problemas y no había nada más que hacer; los cuatro amigos intercambiábamos miradas de resignación y aburrimiento a la vez. Finalmente hicimos un gesto como para salirnos del aula. Gilmer, como si escapara de mi amenaza, fue el primero en salir del aula; luego salió Alex, a éste lo siguió Artidoro y al último salí yo. Todos los demás alumnos levantaron la cabeza y nos miraron sorprendidos, mientras desfilábamos hacia el exterior.
A la semana siguiente, el profesor nos devolvió nuestras respectivas pruebas revisadas, lo hizo en el mismo orden en que nosotros le habíamos entregado. En tono de llamar lista, pronunció el apellido de cada uno de los cuatro amigos y de modo correspondiente agregaba: …«Borracho con suerte número uno»,… «borracho con suerte número dos»… «borracho con suerte número tres» y… «borracho con suerte número cuatro». Les recuerdo que éste último era yo. Los cuatro amigos constatamos que habíamos calificado con dieciséis y estábamos entre los seis únicos aprobados de la sección. Nuestro profesor, que no sabía que le teníamos el libro del que nos enseñaba, quiso minimizar nuestro relativo éxito y nos demostró que por alguna infidencia, se había enterado de nuestra juerga de la noche anterior al examen.
Cajamarca, Febrero del 2009 |