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A las cinco de la mañana, Dionisio arrancó el motor del remolque. Se aseguró de llevar los documentos de costumbre: las direcciones precisas, el mapa "ah, sagrado mapa, sin él los choferes no llegaríamos a ninguna parte". Era necesario iniciar la marcha cuanto antes, el viaje sería largo, sobre todo porque incluía conducir por esa ruta tan dificultosa, tan solitaria, la ruta 57. La última vez que viajó por ese rumbo, a medio camino le entró miedo. Parecía no acabar nunca, que los kilómetros se hacían más largos, la oscura noche se tragaba la carretera. Sentía que se dormía. Sí, el sueño, lo que todo chofer más teme. Llega cuando no se le espera ni se le quiere: los párpados se vuelven de pronto pesados, y al cerrar los ojos se siente un placer tan dulce, que es una tortura volverlos a abrir.
Al salir del estacionamiento, se veía una niebla densa que dificultaba mucho la visibilidad. Dionisio condujo lento y lento fue dejando el pueblo y sus casas con aspecto de haber sido construidas un siglo atrás. No vio ningún humano caminando a esa hora por el pueblo.

Cuando el sol empezaba a repuntar al siguiente día, iba pasando frente a un lago que a distancia se veía muy limpio y bonito. No supo por qué y para qué, pero se detuvo a la orilla de la carretera, apagó el motor y se apeó. Cuando estaba a punto de empujar la puerta para cerrarla, se acordó de que siempre trae consigo una cámara fotográfica. La tomó con la mano izquierda, y caminó hacia la orilla del lago. Dejó la cámara sobre una roca que estaba a una distancia segura, alejada de la orilla, y se dispuso a lavarse la cara tomando agua con ambas manos. Se mojó el cabello. Se secó la cara con la manga de la camisa. Tomó nueve fotografías del lago, todas en distintos lugares estratégicos y volvió al remolque. Se sintió muy a gusto después de haberse lavado la cara. Se peinó un poco el cabello aún húmedo e inició de nuevo la marcha.

A eso de las doce del medio día divisó una figura humana bastante a lo lejos. Con el sol dando directo al asfalto, la imagen parecía borrosa. Conforme se fue acercando, se fue haciendo más claro que la figura correspondía a una mujer vestida toda de blanco. “Qué extraño, por aquí no se ve que viva nadie” se dijo Dionisio para sus adentros. Al alcanzar a la mujer de blanco detuvo el remolque y apagó el motor. Se bajó a paso lento y preguntó si podía servir de ayuda. La mujer de blanco dijo que no, iba caminando hacia la casa de sus padres, pero que no se sintiera obligado.
-Por favor señorita -dijo Dionisio-. No la puedo dejar caminando sola por estos rumbos. Sin inconveniente alguno, suba, suba usted”. Ella terminó aceptando, se sentó con una cara que parecía avergonzada en el asiento del pasajero y allí se mantuvo pegada, lo más posible, a la puerta. Casi de reojo la veía Dionisio. No quería que ella se sintiera incómoda. Parecía una joven sencilla, que se ponía colorada con cada pregunta que él le hacía. Ella respondía las que quería, y las que no, sólo atinaba a dedicarle un sonrisita un tanto burlista, que a Dionisio le pareció, desde la primera vez, una sonrisa tan maravillosa, que simplemente faltaba que alguien le confirmara lo que él pensaba: que era la mujer más bella del mundo. Su cabello era el más hermoso que Dionisio había visto en una mujer; era largo, un tanto crespo, y combinaba tan bien con el tono casi rosado del color de su piel. El rostro de la joven era tan fino y bello, que simplemente parecía fuera de este mundo. Sobre todo sus pestañas largas que parecían apuntar al cielo. Pero esos ojos verdes, encendidos, su nariz afilada, no podían quedarse sin admiración. Cuando el sol daba de lleno en la ventanilla, a ella parecía cambiarle el color del cabello, parecía iluminarse con millones de matices.
Desde que subió, hablaba muy poco. Pero conforme fueron avanzando en el camino, parecía relajarse más. Dionisio sentía ganas de que se sintiera segura, que se atreviera a hablar como si no le tuviera miedo. No quería hablar más de la cuenta, no quería que ella se molestara. Ese sentimiento, ese pensar, le causaba impotencia. “Yo que siempre he podido” se dijo para sí Dionisio “Dios, qué me pasa, no me atrevo a decirle que es la mujer más linda que he conocido. He conocido tantas, y todas son lindas, pero ella no es como todas, es distinta, sólo siento ganas de protegerla, de decirle que se vaya conmigo, que quisiera….
Dios mío, nunca creí en esas cosas que muestran las telenovelas, pero yo me quiero casar con ella. Cómo quisiera ser tan valiente y decirle que me llamo Dionisio Cabral, que no tengo sobrenombres porque nunca permití que me los pusieran, que soy chofer desde hace siete años, que vivo en un pueblo que quizás ella jamás haya oído mencionar: Cerro Alto, que vivo allí desde hace diez años, que fue el lugar que escogí para vivir desde que murieron mis padres en un accidente fatal con el auto con el cual aprendí a manejar. Que no quise extrañarlos tanto en la casona donde vivía con ellos, así que la vendí y compré una más sencilla, donde no existe ninguna cosa que haya pertenecido a ellos para que no me duela tanto aceptar que no los tengo más. Por qué no soy capaz de decirle que aunque parezco un hombre viejo sólo tengo treinta años, que nunca he estado casado porque nadie llegó a quererme tanto en la vida como para tomar esa decisión tan importante. Si tan sólo me atreviera, y ella me dijera que acepta, que también necesita compañía, un hombre que la quiera”.

-¿Cómo te llamas? -Preguntó Dionisio.
Ella sólo dirigió la mirada al frente y pareció sonreír un poco.
-Dímelo por favor, me gustaría saberlo.
-Me llamo Laura -dijo ella por fin-, Laura Soriano.
-Yo soy Dionisio Cabral.
Ella hizo el amague de comentar algo, pero al final sólo atinó a mirarlo y hacer un movimiento afirmativo con la cabeza, sonriendo, como agradeciendo la presentación.
La joven parecía asombrada por el paisaje que se iba quedando atrás, los árboles que corrían en sentido contrario uno tras otro, los baldíos de la carretera que a veces parecían que eran los que se acercaban al costado del remolque y no viceversa.
-¿Vas a un lugar demasiado lejano? -Preguntó Laura.
-No, voy a San Juan. Volveré a la vuelta, por estos caminos, si Dios lo permite, en tres días a eso del medio día.
-Yo me bajo más enseguida, pero antes de bajar te quisiera suplicar algo.
-No te preocupes, dime de qué se trata.
-Necesito que me lleves de regreso, me refiero a la vuelta.
-Sí, cómo no. No hay ningún problema en concederte eso. Aunque sabes, es muy extraño que vivas por estos rumbos, he pasado varias veces, y nunca vi a ninguna persona por aquí.
-Vivía con mis padres. Ellos siempre han vivido por acá. Crecí en estas tierras. Vuelvo ahora porque nunca quise irme, y extraño la que fue mi casa.
Unos minutos más tarde ella dijo que allí mismo se quedaba. Dionisio de nuevo apagó el motor, se apeó y corrió a abrirle la puerta para que la joven se bajara.
-Pero Laura -dijo él-, aquí no se ve vivienda alguna.
- Desde aquí no, pero está justo allí, detrás de esa colina. Es un lugar muy grande y bonito. Mi padre tiene muchos animales por todos lados, y siempre hay un bullicio bárbaro.
-Laura -insistió él-, quiero preguntarte algo.
-Dime.
-¿Cuál es tu edad?
-Ah -Ella sonrió, movió los labios para responder, miró al suelo y dijo: -Cinco menos que tú. Porque tienes treinta ¿Verdad?
-Sí, es verdad, ¿Cómo supiste?
-Quise adivinar, eso es todo. Adivinar.
-Te quiero pedir algo más -dijo Dionisio-, y después te prometo que ya no te entretengo más.
-Dime, te escucho.
-Quiero tomarte dos fotografías, tomando dos más completo el rollo de la cámara.
Se las tomó, una con la espalda apoyada en el primer árbol que vieron a la orilla de la carretera y la otra era una fotografía en el mismo sitio, sólo que caminó algunos pasos hacia la joven y la fotografía sólo alcanzó a cubrir su rostro, que de tan bello parecía irreal.

Tres días después, aún faltaban quince minutos para las doce del medio día, Dionisio apagó el motor a la orilla del camino y se apeó. Miró en todas las direcciones, pero nadie. Esperó. Se llegaron las doce y pensó que debía esperar más. Cuando dieron las doce y treinta, caminó hacia el rumbo que Laura había indicado tres días antes.
Al traspasar una parte alta, a donde estaban unos encinos enfilados, Dionisio divisó una casa muy grande, que le impresionó por su magnitud, y por encontrarse en tan solitarios terrenos. Caminó por la pequeña vereda empedrada, víctima de las miradas de asombro de las vacas en corrales a ambos costados del empedrado. Un perro comenzó a ladrar cuando él se acercaba al patio de la gran casa. Un anciano se asomó por la puerta abierta, con un rifle en la mano derecha. Preguntó desde la puerta qué era lo que deseaba, y se puso un tanto nervioso al escuchar a Dionisio decirle, desde el patio, que buscaba a la señorita Laura Soriano. El anciano hizo unas señales hacia el interior de la casa, y apareció una mujer también de avanzada edad como él, que al asomarse a la puerta se sostuvo del brazo derecho del hombre, provocando que éste cambiara el rifle a su izquierda. Diez minutos más tarde, Dionisio estaba sentado, en una banca de madera en el patio de la casa, acompañado por la pareja de ancianos. Los ancianos eran el señor Rodrigo Soriano y ella la señora Carmen Cáceres. Lo miraban con cierto aire de desconcierto.
-No entiendo cómo usted puede buscar a mi hija -dijo el señor Soriano.
-Bueno, como ya les dije, la alcancé en la carretera y la traje hasta aquí. Obviamente sólo a la orilla de la carretera. Ella me pidió favor de llevarla de vuelta al volver. Por eso mismo estoy hasta aquí, donde me dijo que vivía.
La pareja se miró largamente, y antes de dejar de hacerlo asintieron ambos. El señor dijo que sí, que Laura era hija de ellos, que sí vivía en esa casa, pero había una equivocación, sinceramente muy grande.
-Ella no pudo esperarme los tres días y decidió marcharse antes que esperarme -preguntó Dionisio. ¿Es esa la equivocación a la cual se refiere?
-No precisamente, aunque sí lo de marcharse antes de que usted volviera. En realidad, amigo Cabral, me apena mucho tener que decirlo de esta manera, pero nuestra hija Laura hace mucho tiempo que ya no se encuentra con nosotros. Precisamente hace tres días que cumplió un año de haber muerto.
-Señores, si ustedes no me quieren decir que Laura se encuentra, o que haya decidido al fin de cuentas quedarse, no es necesario toda la historia que inventan.
-No amigo Cabral, no olvide que se trata de nuestra propia hija, no podríamos jugar con su memoria. Es muy difícil para nosotros aceptar lo que nos ha dicho, sobre todo sabiendo que los datos son precisamente los de Laura. Nuestra hija Laura, señor Cabral, fue nuestra única hija. Un tesoro que no podremos reponer jamás. ¡Era tan joven cuando murió! Y todo por esta lejanía, por este espacio tan grande, tan vacío, tan solitario. Su muerte jamás la podremos olvidar señor Cabral. Nosotros morimos junto a ella.
Los ojos del señor Soriano se llenaron de lágrimas mientras seguía relatando:
-Nunca podremos olvidar ese día maldito. Habíamos ido al río el día domingo, y como usted sabrá queda yendo hacia Cerro Alto. Realmente muy lejos de aquí, pero es el río más cercano y hacía años que no íbamos allá. Estuvimos disfrutando los tres de ese día único, mi mujer y yo sentados viendo el agua correr y hablando de lo crecida que estaba ya Laura, y parecía que antes de ese día no nos habíamos dado cuenta de ello.
Laura ayudó a preparar la comida, comimos junto a la fogata que habíamos preparado y los tres nos reíamos al mismo tiempo con los chistes que Laura se inventaba. Me sentía tan orgulloso de sus ocurrencias, de su inteligencia. Y en eso me sentía satisfecho, ya que aparte de ser su padre, mis años como maestro, cuando era joven, en San Juan me sirvieron para educarla lo más que pude desde niña. Y siempre fue tan viva. Aprendió todo lo que yo pude llegar a aprender al hacerme maestro y que aún quedaba en mi memoria. Pero ella era más completa, sobre todo porque desde los ocho años no paró de leer. Todo lo que yo había leído lo leyó ella, y cada cinco meses tenía que llevarla a San Juan a traer libros por docenas. Ese día domingo ella se veía tan feliz. Pero de pronto la descubrimos a la orilla del río, acariciando el agua con sus manos, como si se hubiese sentido triste. La observamos mucho, pero ella pareció no advertirlo. Cuando se hizo tarde, Carmen y yo nos acercamos y le dijimos que era hora de marcharnos. Y nos quedamos paralizados después de que nos respondió: “No sé, pero el agua me gusta demasiado hoy, y me siento como triste por dejarla, como si me fuera a morir hoy mismo”. Nosotros nos pusimos serios, y después al unísono quisimos celebrar la broma, pero ella nos miró con ojos que parecían extraviados, lejanos. Desde ese momento me preocupé por mi hija. Nos subimos a la camioneta los tres, dejamos el río cuando ya el sol no alcanzaba a iluminar el agua, y poco habíamos avanzado cuando nos calló la noche encima. Se me habían olvidado las palabras de Laura, sobre todo porque no volvió a mencionarlas, y porque casi no habló. Y fue de pronto que me dijo: “Papá, detente, siento que voy a morirme”. A mí me entró el miedo, y me detuve inmediatamente, pero cuando me detuve ella cerró sus ojos y no volvió a respirar. La jaloneábamos entre los dos, le gritaba que despertara, pero ella había muerto. Cuando intenté arrancar la camioneta de nuevo, simplemente no arrancó, algo que nunca había sucedido, y no pudimos más que pasar la noche abrazándola entre los dos. Al amanecer volví a batallar con la camioneta, pero nada. Hasta entonces descubrimos que había un lago que no habíamos visto antes, ni siquiera por la noche cuando me tuve que detener. Esperamos el milagro de que alguien pasara, y nadie pasó. No podíamos traerla a la casa, porque queda a medio día de camino, y porque a mis casi setenta años, cuando intenté levantarla del asiento y me di cuenta que no me era posible, lo único que se me ocurrió hacer fue llorar. Dos días esperamos, y cuando nos resignamos al milagro de que alguien pasara, nos vimos obligados a enterrarla a la orilla del lago, porque ya no era posible esperar más; el cuerpo empezaría a descomponerse y yo quería enterrar a mi hija con algo de dignidad.
Nunca supimos de qué murió nuestra hija. Permítame un momento por favor, vuelvo enseguida.
Instantes después el señor Soriano vuelve con un cuadro en las manos. Era un cuadro que sostenía una fotografía, justamente la fotografía de Laura, vestida con el vestido blanco y su pelo brillante. A Dionisio no le quedó duda, ellos eran los padres de Laura. Sintió un enorme vacío en el pecho. Quiso escapar, olvidarse del asunto. Se despidió de la pareja sin hacer ningún comentario, y a cada trecho giraba hacia la pareja de ancianos, como temiendo que fuesen a desaparecer.

Después de dejar la casa y seguir su camino, Dionisio no volvió a pensar, a sentir, deseó volverse invisible. No quiso mirar hacia el lago cuando pasó al lado y se siguió sin parar hasta llegar a Cerro Alto. Al llegar a su casa quiso quedarse dormido pero no pudo, algo dentro de sí se lo impedía. Miraba las paredes. Prendía y apagaba la televisión. Abría las ventanas. Quería asegurarse de que todo lo de su casa se encontraba en esta vida y no en un sitio insensible. Todo parecía estar en su sitio, responder. Y eso era más grave. ¿Qué estaba pasando? ¿Viajó al lado de un fantasma? ¡Los fantasmas no existen! ¡No existen! ¡No existen!
Cerró el puño y lo estrelló con toda su firmeza contra la pared. Lo reventó contra la pared. La sangre y el dolor le confirmaron que estaba vivo, que Laura seguía siendo una gigantesca pregunta que le cubría el mundo entero. Y se acordó de la cámara, de las dos fotografías.
Al día siguiente, por la tarde, alguien le entregaba el sobre que contenía las fotografías de la cámara. Alguien. Un mostrador, una mano, un billete grande que dio para pagarlas, y muchos de menos valor que le regresaban. Se alejó inmediatamente del negocio, tienda, de la esquina, del centro, donde sea, no importaba, no supo, sólo importaba el sobre. Se sentó en la cama y no se sorprendió al ver dos fotografías que eran sólo papel, sin figura, negras como la noche, nada. Sostuvo en las manos las que faltaban por ver, y las fue reconociendo una por una: una detrás de la otra, y todas parecían la misma, la misma figura, agua azul, piedras. Cuando supuso que había visto al menos la mitad de las fotografías que sostenía en las manos, inició de nuevo, una por una, una tras otra, pero contando: Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve. La fotografía número diez ya no la contó entre las demás. Pero se pasó toda la noche, quizás toda la vida, mirándola. Cuando recobró el aliento, seguía viendo la fotografía. En la fotografía aparecía él mismo, lavándose la cara, a la orilla del lago, con ambas manos.

Kentucky, octubre 24 2008

Texto agregado el 09-03-2009, y leído por 484 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
15-03-2009 me fascinan los relatos de terror, has escrito este maravillosamente****** JAGOMEZ
13-03-2009 Espectacular relato. Estrellas para la eternidad. gioco
13-03-2009 Me encanto,es triste pero lo contaste de un modo genial.Gracias lo disfrute mucho ******* shosha
13-03-2009 Wuaooo! He quedado de una sola pieza con esta magnifica historia! La trama que desarrollas sobre Laura es alucinante y fantástica. Las imágenes del lago, las descripciones para recrear tu narrativa y el desenlace- con lo de las fotos- hacen de este hermoso cuento algo genial. Plasmas la trama de una manera fluida, y sin embargo, uno quiere llegar rápido al final para saber dónde está el misterio de Laura. ¡Cautivante amigo, cautivante historia! Bien narrada y llena de mucho sentimiento. Me encantó leerte. Un abrazo Sofiama
09-03-2009 como me lo contaron te lo cuento porque todo cabe en lo posible... elotio
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