A Ludwig siempre le habían intrigado los cuatro golpes con que suele interpelarnos el destino, los cuatro golpes que Beethoven, el mejor músico de todos los tiempos según su padre, había inmortalizado con la quinta sinfonía.
“Escucha los cuatro golpes, es el destino llamando a la puerta”, le decía al poner el disco cada vez más gastado. “Pa pa pa paaamm” cantaba acompañando las primeras notas, y así proseguía hasta el final, repitiendo su canto cada vez que la cadencia se repetía. Es así como Ludwig aprendió a descubrir la famosa llamada en cada uno de los movimientos de la sinfonía, incluso cuando asomaba apenas tras la melodía principal.
“Beethoven tiene que haberlos escuchado en el momento preciso en que le llegó su hora”, continuaba su padre exaltado una vez terminado el disco, y entonces desarrollaba su teoría según la cual sólo bastaba con estar alerta para ser capaces de de darse cuenta del instante exacto en que el destino nos advertía de nuestro fin inminente, sólo así era posible impedir que la muerte nos tomara por sorpresa.
- Tienes que estar siempre alerta, Ludwig, repetía, así no te convertirás en un alma en pena, de eso depende tu descanso eterno.
Es lo que hizo Ludwig hasta que su padre murió. En ese momento rogó para que éste hubiera podido escuchar la llamada del destino, y a partir de entonces dejó de pensar en el asunto, era sólo un adolescente y faltaba mucho para su propia muerte.
Fue solamente varios decenios más tarde que Ludwig recordó los cuatro golpes fatídicos. En una noche estival más calurosa que de costumbre, se despertó sofocado de calor. Semidormido, se levantó a entreabrir la ventana y aprovechó de tomar un gran vaso de agua. Antes de volver a acostarse miró la hora: faltaba poco para las cuatro de la madrugada. Cuando estaba empezando a deslizarse plácidamente en el sueño, escuchó cuatro bocinazos. “Seguro que vienen a buscar a alguien”, pensó y se acomodó para seguir durmiendo, pero casi enseguida resonaron de nuevo los mismos bocinazos. “¡Que insistente!, no es una hora para meter tanta bulla, va a despertar a todo el vecindario”, se dijo volviéndose hacia la pared. Los bocinazos seguían sonando con la misma cadencia. “Qué les cuesta bajarse a golpear a la puerta de la persona que vienen a buscar”, se decía sin ganas de abrir los ojos. Los cuatro bocinazos siguientes le parecieron más cercanos, y entonces, ya despierto del todo, se dio cuenta de que se trataba de un vehículo en movimiento, seguramente a alguien se le habían cortado los frenos... Los bocinazos fueron alejándose de cuatro en cuatro. Le pareció escuchar un golpe seco y muy lejano.
En ese preciso momento recordó los cuatro golpes de los que tanto le había hablado su padre. El conductor, sin saberlo, había sido el intérprete de la llamada de su propio destino. Se asomó a la ventana con el oído atento para escuchar las sirenas de la ambulancia o la policía, aunque pronto cayó en la cuenta de que a esa hora sin trafico no las utilizarían.
Y fue justamente a través del sonido de una sirena que el destino volvió a manifestarse. Era una tarde casi primaveral en pleno invierno y Ludwig caminaba lentamente por el parque observando a la gente que como él había salido a disfrutar de ese inusual día de sol sin nubes. Las mamás habían aprovechado de sacar a sus niños que eliminaban corriendo y gritando un poco del exceso de energía infantil mientras que los más ancianos salían a captar un poco de la energía solar que tanta falta les hacía.
A lo lejos se escucharon cuatro sirenazos, una ambulancia trataba de abrirse paso entre los autos. “Pa puu, pa puu”, Ludwig recordó los cuatro golpes del destino. Sí, seguramente de eso se trataba, el destino anunciaba la muerte de alguien, un pobre diablo que seguramente no tenía idea de que su hora estaba sonando. Los cuatro sirenazos seguían escuchándose a intervalos regulares para advertir a los conductores en las calles transversales. Esto confortó a Ludwig en la idea de una muerte inminente y acercándose al borde de la vereda esperó la llegada de la ambulancia; como le parecía que ésta tardaba en llegar, avanzó otro poco mirando siempre hacia la derecha. El motociclista no pudo esquivarlo y lo lanzó unos metros más lejos. La ambulancia pasó de largo hasta el semáforo, dio media vuelta y se estacionó.
Dos camilleros levantaron cuidadosamente el cuerpo de Ludwig que no alcanzó a darse cuenta de que la señal que lanzaba el destino era la suya, y que indefectiblemente tendría que repetir otro ciclo, y así sucesivamente hasta que, tal vez en uno de ellos, fuera capaz de anticipar su último suspiro.
© Loretopaz
|