Nunca supo muy bien por qué había penetrado en aquella librería de libros usados. El joven estudiante inspiró llenándose los pulmones —el olor de papel viejo le recordaba el desván de su abuelo—, saludó al vendedor y se dirigió a un estante al fondo del local. El roce de sus yemas por sobre los lomos de los libros le provocó una sensación extraña, algo así como un leve cosquilleo. Con precaución tomó uno de ellos y empezó a hojearlo como si se tratara de un objeto frágil y susceptible de deteriorarse al más mínimo roce.
El vendedor, que lo había seguido con la mirada desde que penetrara a la pequeña tienda, lo observaba respirando apenas, pendiente de cada uno de sus gestos. Incluso cuando el muchacho se acercó y le tendió el libro con el propósito de pagarlo para llevárselo, fue incapaz de reaccionar, lo que incomodó ligeramente al estudiante que sólo atinó a meter la mano a su bolsillo y sacar un billete arrugado que posó con torpeza en el mostrador. Luego carraspeó y farfulló algo así como “¿cuánto le debo?”. Exasperado por la falta de reacción del vendedor, terminó vociferando: ¡Cuánto es, por favor, necesito este libro!, frase que tuvo la virtud de reanimar al viejo que levantándose de su silla apoyó con fuerza las manos en el mesón y comenzó a respirar ruidosamente como para recuperar el aliento.
— No se vaya, por favor, espere un momento, pudo por fin articular.
El estudiante miró al vendedor con asombro, por su mente cruzó la idea de que tal vez estuviese un poco loco.
— No, no estoy loco, no vaya a creer que...
La expresión de impaciencia del muchacho estimuló al viejo que a costa de un gran esfuerzo pudo seguir hablando:
— Eres tú, ahora lo sé, te he estado esperando durante mucho tiempo. Ya estoy cansado, y los años me pesan.
Su voz se debilitaba. El joven escuchaba al viejo vendedor con una fascinación creciente.
— Te he esperado durante muchos años, ¿sabes? Los libros me enseñaron todo lo que debía aprender, ahora es tu turno. Nuestra divisa es la siguiente: “en los ojos del joven arde la llama, en la del viejo, brilla la luz”. Es una frase de Víctor Hugo, no la olvides, algún día la vas a necesitar.
Con dificultad salió de detrás del mostrador, caminó lentamente hasta la percha y tomó su abrigo y su sombrero. Una vez su ropaje puesto, dio media vuelta enfrentando al joven: en ese instante sus miradas se fundieron en un destello infinitesimal, y sus bocas se callaron, ya no tenían nada que decirse.
El viejo abrió la pesada puerta y salió, rumbo a su destino. El joven se sacó la chaqueta y la colocó en el respaldo de la silla; se sentó comprobando con satisfacción que estaba hecha a su medida. Arrellanándose, abrió el libro y comenzó a leer la primera página. A partir de ese momento tendría todo el tiempo para leer todos los libros que quisiera, hasta que, dentro de unos años, llegara una persona mucho más joven que él y le preguntara por ese mismo libro.
© Loretopaz
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