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LA FUENTE

Marcos mira por la ventana del barracón. El sol tiene una fuerza primitiva en Mozambique. Le da el último trago a su refresco y observa la cola que rodea el edificio de madera. Son todo mujeres con uno o más niños a su cargo que esperan a ser atendidos. Él sabe que lo que puede hacer por ellos no es mucho. Ponerles algunas vacunas y darles sencillos consejos de alimentación e higiene a las madres analfabetas. Siente que nunca es bastante. Todo lo contrario a cuando está en Barcelona atendiendo gastritis, gripes, ataques de ansiedad y reumas. Tan simple mirar por encima de sus gafas de cerca, teclear un código en el ordenador y esperar que la impresora vomite un medicamento prácticamente inocuo, pero suficiente para paliar a aquellas gentes fisiológicamente sanas, aunque enfermas de miedo.

Aquí no ve miedo. A veces sí tristeza, pero es una pena calma y sabia, tan silenciosa como los feroces rayos de sol que iluminan África.

Marcos, si quieres puedes irte a descansar un rato.- le dice su superior.

No rechaza la oferta. Le apetece visitar la aldea más de cerca.

Antes de salir ayuda a vestirse a un niña que acaba de ser visitada por un compañero suyo. Debe tener unos siete años, lo bastante mayor para ir sola al médico. La niña le mira y le sonríe mostrándole un par de dientes. A Marcos le complace comprobar que la dentadura le crece sana.

Oiga, ¿me puede dar bolsas de plástico?

La niña le habla en portugués. Marcos queda al principio contrariado de ver a esa pequeña mozambiqueña pidiendo algo tan poco útil, según él, en aquel lugar. Pero ella lo ha pedido con tanta naturalidad y es un favor tan fácil de conceder que no le hace preguntas. Recoge las que puede y se las da.

La niña se lo agradece y se marcha. Sin pensarlo demasiado, decide seguirla. La pequeña atraviesa la aldea y continúa por un sendero con las bolsas de plástico en la mano. Marcos la sigue de cerca intrigado.

Durante más de media hora la niña recorre sin pausa caminos empedrados bajo un sol que aún no tiene intención de rendirse al atardecer, hasta llegar a una cola formada en su totalidad por niños. Todos llevan bolsas u otro tipo de recipiente. A Marcos no le apetece especialmente esperar a que su niña llegue al final y se adelanta para comprobar que el objetivo es un pozo. Un niño de unos ocho años, subido a una piedra para ganar altura, extrae en esos momentos un cubo de agua. Con ayuda de otro, la vierte en unas bolsas. Una está rota y pierde un hilillo del valioso líquido como si fuera una fuente. Rápidamente la devuelven al cubo y ambos, cargados con varias bolsas, emprenden el regreso a su aldea.

Marcos, también. Nunca más podrá olvidar la imagen de la bolsa rota perdiendo agua y el extraño dolor que le produjo en su estomago completamente sano.


Texto agregado el 07-03-2009, y leído por 188 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-03-2009 Me llegó al alma. Muy bueno. margarita-zamudio
07-03-2009 el agua de la vida, muy bueno! divinaluna
 
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