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Lo traían tirando de una soga que le rodeaba el cuello, con las manos atadas a la espalda. A veces se detenía intentando descansar, pero la tensión de la cuerda, inmediata y eficaz, no se lo permitía. El hombre era alto, delgado, y no parecía muy fuerte. Los ojos hundidos en sus órbitas brillaban con más desprecio que odio. No parecía tener miedo. Pero se lo veía muy cansado.

Llegaron al mediodía y a la tarde lo juzgaron. En una hora tuvieron el veredicto, y a continuación la sentencia, que se cumpliría de inmediato.

Cuando lo expusieron al sol, le oí hablar por primera vez. Pidió un cigarrillo y cinco minutos para fumarlo. Miraba hacia lo alto y hablaba desde muy lejos, como si ya hubiera partido. Me incorporé y le ofrecí un cigarrillo y la caja de fósforos, pero el sargento me detuvo con gesto adusto:

-¡Nada! ¡Al paredón en seguida!- rugió.

A pesar de la orden, el hombre insistió sin inmutarse: -Un cigarrillo y cinco minutos...Después puede hacer lo que quiera conmigo, sargento. Es lo menos que se puede pedir en las actuales circunstancias- y paseaba una de sus últimas miradas por sobre la cabeza de los soldados.

-¡Nada, te digo! ¡Ya mismo te me vas a parar frente a esa pared!- Y señalaba un muro de encalados ladrillos con el brazo bien estirado, el dedo índice en punta. Y volviéndose hacia un grupo de soldados:-¡A ver, ustedes cuatro, se me aprontan aquí!- y volvía a señalar con el dedo extendido un sitio muy preciso del patio.

El condenado aprovechó el descuido; como aún no lo habían amarrado, manoteó súbitamente el cigarrillo que yo tenía en la boca, y le pegó una pitada fenomenal, llevando el humo hasta la punta de los pies, por lo menos. Cuando lo chupaba por segunda vez, ya el sargento lo había visto y se volvía, echando chispas por los ojos y la boca.

-¡Te lo dije, desgraciado! ¡Nada es nada!- y le pegó una soberana patada en los huevos que lo hizo rodar por tierra, retorciéndose de dolor y tosiendo el humo con encogido espasmo, la boca espantosamente abierta. El sargento volvió a patearlo y luego llamó a dos soldados:

-¡A ver, ustedes dos, me lo levantan y lo atan a ese poste! ¡Rápido!

Iba dejando las huellas de los pies inertes en la tierra, suspendido de las axilas por los dos voluntarios. Tosía y se quejaba. Lo ataron por la cintura y luego ajustaron el cuerpo con los brazos hacia atrás. Intentaba encogerse. El dolor en las partes parecía insoportable. Sin reparar en lo que le estaba sucediendo, recibió los tiros en el pecho que le hicieron saltar la sangre. Dio un respingo y después quedó arrugado como un trapo. Ni se dio cuenta que lo estaban fusilando. Él quería fumarse antes un cigarrillo. Quería vivir a fondo esos cinco minutos que pedía. Pero el sargento no se lo permitió. Quizá fue mejor así. Morirse sin sentir otra cosa que no fuera ese horrible dolor en los huevos... Vaya uno a saberlo.

Texto agregado el 18-05-2004, y leído por 364 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
24-06-2004 Sobervio, sin cortapisas, ni neocartuchismos, en lenguaje es heavy y asota al lector. Muchos son los subtextos que hacen estremecer la sesera, de verdad esto está notable, gracias por el emplazamiento, lo leeré más seguido. Saludos fraternales. cao
19-05-2004 Si te referías a este texto te digo que encuentro que es superior, muy fuerte, muy que habla a todos los sentidos. Muy bueno. NINIVE
19-05-2004 La belleza de lo escabroso, vaya usted a saber... quizás fué un mal menor. Saludos. Nomecreona
19-05-2004 Relato durísimo, con imágenes impresas que permanecen grabadas, se sienten los gritos y la repugnante actitud del militar, incapaz me dejó pensar que fuera lo mejor. Saludos Cardon
18-05-2004 Los últimos cinco minutos de un condenado a muerte, la insensibilidad del sargento, la aspirada profunda de su último deseo y el dolor del golpe. " Vaya uno a saberlo ", para mí una narración dura y para meditar, la sentencia, el anhelo del condenado y sus derechos a la dignidad. Un cuento para pensar y un cuento para aprender de narración, creatividad, maestría y logros. Mis estrellas para tus páginas. Ignacia
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