¡Y que como cada sábado, mi maldita afición favorita sea esperar en colas junto a la familia! Cola de coches para entrar en el hipermercado, cola en el cajero porque a mi hija se le ha antojado pepinillos en vinagre, es una niña de cuatro años un tanto rarita, y como voy sin metálico, cola en los pasillos de la gran superficie que parece que encoja con tanto carrito, con tanta gente y con tantas ofertas que se agotan y te tienes que esperar a que la repongan para poderte llevar una caja de tu bebida preferida y americana a precio por bote realmente interesante, una ganga que no puedes dejar escapar.
Una vez cargado el carro hasta los topes, que casi no puedo ver por encima de él, me dirijo a la cola de la caja que me recuerda a un peaje y yo soy un trailer. Cuando consigo ocupar un sitio en la cola, no sin antes pegarle un pequeño golpe al calvo de alante, porque no he conseguido frenar a tiempo el carro debido a su peso. Me acuerdo de las sardinas que había comprado al principio y que deben estar aguantando el peso de toda la compra. Corriendo, como si tuviese la esperanza de poder salvarlas, aparto como puedo los objetos recolectados y me sumerjo en el carro de cabeza en busca de la bolsa con las sardinas. La caja de galletas fontaneda se queda atascada con las latas de conservas que la rodean, cual roca que impide seguir la perforación. Pienso que para poder moverla necesitaré barrenarla con dinamita. Por fin recupero la bolsa de las sardinas y a través del plástico traslúcido adivino un revoltijo entre plateado y granate sin cuerpo ni forma, algún ojito saltón que parece mirarme diciéndome: “Y para esto me habéis pescado”. Mi hija también me mira con los mismos ojitos que la sardinas, pero ella piensa: “Por qué, mi padre, mete todo eso en un carro y luego se mete él a espachurrarlo”. Manchado con natillas que también habían reventado con el peso, al igual que las uvas que se habían desintegrado, dejando el fruto de su inesperada vendimia por toda mi camisa, vuelvo a situarme después del infructuoso rescate, descubro que delante de mi ya no está el calvo, si no una señora gorda con moldeado, de unos “einta y tantos” años que se me había colado. ¡Que rabia! Siempre que oyes una señora cotilleando en la escalera, siempre que hay una que te mira de reojo, siempre que una bloquea la acera, porque va con otra agarrada del brazo mirando las margaritas, siempre es una señora gorda con un moldeado de unos 10 cm de grosor, por lo menos. Pero claro, como iba empapado de mosto y lleno de manchas de natillas, me dio vergüenza decir nada a aquella colona, si hubiese tenido una barra de hierro, la hubiese dejado como las sardinas, uffff...
Consigo pagar y empujar mi carrito hasta el coche. En los parking de los hipermercados deberían evitar la más leve pendiente, ya que con aquel peso y lo flojo que estoy, tengo que bajar haciendo la cuña.
Una vez cargado todo en el coche, incluida mi familia, vuelta a la cola para salir de allí. ¡Es increíble! Siempre se hace de noche. Parado, en el coche con mi mujer al lado, con música y con una luna grandota y amarilla, sería muy romántico si no fuera por el contexto y por los claxon de los otros coches.
La luz de aquella luna me tenía hipnotizado, mi cabeza estaba relajada y mi cuerpo empezó a dejar de obedecer a la ley de la gravedad. ¡Estaba flotando!. Mi mujer salió del coche con un susto de muerte, mi hija con las ganas de ponerme un cordel y convertirme en su globo. Salí por la ventanilla del conductor, que estaba abierta y la luz de la luna, como si de un rayo tractor se tratara me atrajo hacia ella. Empecé a ver alejarse a mi mujer que gritaba y a mi hija que se despedía con su manita abriéndola y cerrándola. Vi también como se alejaba el coche, el hipermercado, la ciudad, que por cierto, el plano de la misma estaba quedando hecho un cromo, alguien debería poner coto a los desmanes de la especulación, aunque no tenía claro que la especulación existiera, ya que siempre eran otros los que especulaban, yo sólo veía crecer pisos por todas partes.
Me asusté cuando me pegué un golpe con un gorrioncito que se cruzó en mi camino, pero más daño me hizo la gaviota y el toque que le pegué a una avioneta en un ala me dejó aturdido, espabilé cuando vi acercarse un Boeing 747, lo esquivé de milagro. Al fondo observé lo que me parecía un OVNI, pero cuando estaba llegando a su altura, conseguí leer Meteosat, por lo que aproveché para darle una patada a ver si lo arreglaba, nunca acierta y mi ordenador siempre se arregla así.
Cada vez era más gigantesca la imagen de la luna y observé que empezaba a orbitar alrededor de ella. ¡No podía creer lo que veía! Me dirigía a una ciudad situada en la cara oculta de la luna, veía su plano con luces, su especulación de suelo lunar, empecé a oír ruido y a ver edificios, adosados, un estanco, coches, parques, personas haciendo botellón, dos perros enganchados, un gato maullando, un paquete de ducados y una hormiga que se apartaba evitando el ostión que me pegué contra el suelo. Menos mal que allá mi peso no era el mismo y no me hice demasiado daño. Aterricé, ¡Perdón! alunicé en una plaza y me sorprendió ver que conmigo, habían aterrizado, ¡Perdón! alunizado varias personas más. Pensé que aquel rayo lunar me había dejado loco, loco, lunático perdido. Noté un aire polar en las barbas y me acorde de mi amigo Jaime, que siempre se creyó que en la cara oculta de la Luna había un mundo escondido, su utopía era vivir allá, pero para los demás donde vivía era en Urano o como en Urano. Ahora estaba impactado porque yo, que nunca me creo na, estaba viendo lo que mi amigo Jaime había soñado.
Los que habíamos caído allí, nos quedamos mirándonos sorprendidos, con cara de bobos, pero no teníamos nervios, ni miedo y no sé por qué extraña razón aquellas personas me resultaban familiares.
Alguien rompió el silencio preguntando ¿Qué hacemos aquí? ¿Vosotros de dónde venís? ¿Qué estabais haciendo? Fue entonces cuando empezó la locura lunar. Todos empezamos a reír sin saber muy bien por qué:
- ¡Jajajajajaja! Pues estaba en una librería, a la que me gusta ir porque es muy antigua ¡jajajajaja! Cuando me quedé embobada mirando un libro de ¡jajajaja!
- ¡jajajajaja! Yo estaba solo cenando unos farfalle, cuando me quedé en babia pensando en alguien que echaba de menos ¡jajajajaja!
Todos contamos nuestra adución lunar y disfrutamos de nuestra lunática risa, coincidimos en que todos fuimos arrastrados cuando nos habíamos quedado pasmados. Ya que estábamos allí, decidimos recorrer la ciudad entrando en bares luneros, pub cascabeleros y after hour setenteros. Andamos por todas las laberínticas calles, cantamos en algunas, bailamos en otras, reímos en todas, tropezando en muchos de sus rincones y probando la dureza de la mayoría de sus aceras. En algún solar terminamos meando, unos haciendo circulitos y otros juntando sus riadas, cual afluentes de un cauce mayor, que por su tamaño, tal vez llegara al mar.
Nos abrazábamos, reíamos, brindamos por los ausentes, siempre que hay que brindar por los ausentes, seguimos riendo y nos mirábamos con ojos de chino enamorado, porque nadie podía parar de reír. Alguien contó un chiste, otro un relato y es que aquello era como vivir en un cuento….
La colleja brutal de mi mujer, me despertó de aquel cuento, me di contra el volante y se quedó en bajorrelieve la palabra airbag en mi frente.
- ¡Si es que siempre estás en la luna de Valencia! ¡No ves que te pitan todos! ¡Quieres arrancar!
Si vivís en la realidad, no os dejéis arrastrar por un rayito de luna. Fugaros como yo a su cara oculta, allá nadie te molesta con sus chorradas de realidad. De vez en cuando le envío a mi hija un cuento ilustrado hecho por mi mano, para que recuerde que la quiero y que en la cara oculta no paramos de inventar riéndonos de todo. |