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Corría, corría Huanquelén por las montañas, retozaba en los valles, jugaba bajo la cascada; sobre su piel morena los rayos del sol brillaban como estrellas en las gotas de agua que se escurrían sobre su cuerpo después del baño bajo el manto de agua rumorosa y cristalina.

Andaba como un gamo sobre las hojas secas del otoño, escuchando el canto de los pájaros, comiendo frutos silvestres; se trepaba a los árboles más altos, en uno de los cuales había construido su atalaya.

En sus constantes exploraciones había descubierto una cueva, en la cual una loba había tenido cría; tenía mucho cuidado de entrar solamente cuando la madre no estaba; sabía Huanquelén qué celosas son las mamás lobas con sus hijos; cuando la loba madre salía en busca de comida, allá iba él a estar con “sus” lobitos; así transcurrían sus días, en medio de la naturaleza, feliz y libre.

Un día, desde su atalaya observó el desembarco de personas extrañas, entre las cuales vió a una niña de piel y ojos claros de alrededor de 8 años; se escondió y a menudo los espiaba como aquel día; cuando le preguntó a su madre quienes eran, le contestó que no lo sabía, pero que seguramente venían del otro lado de las montañas, y le advirtió que por nada del mundo se acercara porque ni ella ni su papá estaban tranquilos si se alejaba demasiado.

Pero Haunquelén que era muy travieso y curioso, siguió espiando, espiando a la niña que andaba caminando siempre cerca de algo que él sabía que se llamaba fuerte; porque Hnuanquelén escuchó a la madre de la niña hablar con ella, y decirle cosas que él no comprendía, pero había escuchado esa palabra; Huanquelén suponía acertadamente que siendo una mamá, como lo era la suya, le recomendaría que no se alejara.

Mientras tanto, Aurora, que así se llamaba la niña, había observado que alguien la espiaba, y ella también decidió salir a investigar, pero cada vez que le parecía ver un movimiento detrás de un arbusto o de una pequeña roca, al llegar ya no había nadie.

Pero seguía insistiendo, y tanto Huanquelén como Aurora comenzaron a recorrer los mismos lugares en distintos momentos; hasta que un día se enfrentaron y la mano morena de Huanquelén y la mano blanca de Aurora se unieron, y ahora allá van por los valles, por las montañas, por el río, corriendo, jugando, riendo, porque las barreras del idioma y las costumbres, todo se supera, con los símbolos universales de la sonrisa y la amistad.

Texto agregado el 05-03-2009, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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