Recuerdo que llegué por la mañana a la casa de la abuela, ella salió al escuchar la camioneta de Vivi y me dio un abrazo, me vio llorando y me dijo que me metiera a bañar. Cuando salí de la ducha, allí estaba César, quien no acertó a decir nada y sólo me abrazó. Allí sentí cómo mi vida entera se cayó a pedacitos y empecé a llorar como nunca me verán volver a ver llorar ellos. Le conté cómo fue que me cambié de camión porque en el que yo iba se había descompuesto y cómo fue que toda la gente que viajaba conmigo me dio abrazos sin cesar hasta treinta minutos después.
Salí de la casa de la abuela como a las diez de la mañana, Vivi me advirtió que si no dejaba de ser la sopa que ya era, no me dejaría estar en la sala. Así que decidí fingir y sequé mis lágrimas que a esa hora y con ese clima se mezclaban con el sudor y la fatiga.
En el radio del taxi, sonaba una canción que no preciso, pero que me hacía llorar más por dentro que por fuera.
Cuando llegamos, sentí cómo las piernas me temblaban y le pedí a Vivi que me llevara mejor a comprar agua. Cuando regresamos, me sentí como cuando estuve con él por primera vez, ansiosa, doliente, caliente, todo al mismo tiempo y sin razón.
Vi que era un montón de flores, todo rodeado de aromas a flores que sé que a él no le gustaban, recordé una vez que estábamos sentados en el patio y me dijo que le encantaban los claveles porque eran muy sencillos y rojos y no son comunes y me gustan.
Todos lloraban, yo más, es difícil, le había dicho a César, te acuerdas que te había contado de nuestros planes, que me había dicho que íbamos a estar juntos, que me urgía por eso terminar la escuela, dejar el DF y todos mis desmadres, dejar de molestar a la gente, porque sabía que él y yo siempre íbamos a estar juntos, pero mira.
Vivi salió de la sala porque le daba pena que yo llorara demasiado, mi suegra me vio, me abrazó y me dijo que me estaban esperando.
¿Ya lo viste, hija?
No.
Ven.
Y ese fue el fin, te empecé a hablar muy quedito, pensé que sería bueno decirte cuánto te amaba, decirte las cosas que siempre me callé por idiota, darte las gracias por quererme tanto, a pesar de todo, por encima de todo, decirte que siempre me sentí muy orgullosa de ti, de todo, de nosotros, de estar juntos, de decirte que quería estar contigo, decir por fin el tan prolongado sí, acepto, de enojarnos y escribirnos cartas, de molestarnos, golpearnos, mordernos, insultarnos, de hacerte el amor en el ataúd, y en el coche y en la calle y frente a la casa de mis abuelos y en el baño de tu casa en las cenas familiares y en el cuarto que compartes con Mau, de saltar de las escolleras, de ir en patines a la alberca y entrenar basquet en el parque a las doce del día.
Pero no, ya no escuchabas nada. Mucha gente se acercó a mí para abrazarme, a darme el pésame, yo no los conocía a ellos, ellos a mí sí, pero es que en ese instante yo sólo te conocía a ti.
No preciso la sensación que tuve de verte en la primera plana del periódico, en esa foto que muchas veces he visto interpretada en otros escenarios, sin el corsa azul, sin tu cadáver. Quise enloquecer, golpear al fotógrafo y al reportero de nota roja, quise estar allí para abrazarte por última vez, quise ser esa maldita lluvia, quise ser todo aquello que un día me negué a ser.
Recuerdo los tiempos hermosos, ésos en que con tus abrazos me matabas, en los que jugábamos a ser malos el uno con el otro, los tiempos de las llamadas románticas en los cumpleaños, los días de ir a pasear a la playa y de tomar café frío en el centro, los tiempos de ponernos ebrios con la complacencia del modelorama de enfrente de tu casa, los tiempos de decir que eras mío y yo tuya, de hacer por el otro, de dejarnos soñar en latitudes diferentes.
Justo antes de que ya no estuvieras sobre la tierra, te dejé una gran flor blanca en el pecho, espero que con ella te acuerdes que me debes unos patines y una ida a la playa que quizá se posterguen para la otra vida, cuando te vuelva yo a encontrar y aprenda a disfrutar el tiempo y la eternidad a tu lado.
(Ojalá lo supieras)
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