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Se sentía tan viejo como el propio tiempo. Así era su vida. Azarosa, dura, sin respiro. A veces, solo a veces, tierna. La vida que nos toca es lo que tenemos, decía, no hay más. Como la trabajemos, es lo que nos lo hace más fácil o más difícil, eso le decían. Sin embargo, esto no era una ciencia cierta, como nada hay cierto en la vida. Y lo comprendió siendo aún muy joven, cuando en medio de un campo, vio tendidos a los suyos, arrasados por el odio o la sin razón, que más daba, arrasados simplemente. La carne ya no tenía vida y los rostros desangelados ya no tenían expresión alguna. Aquellos ya no eran sus seres queridos.
La fortuna, o quizás…., quiso que él no se hallara junto a ellos aquél amanecer tan frío.
Sólo oyó unos sonidos lejanos, como apagados que le hicieron despertar. Los llamó, pero nadie contestó, los buscó y al final encontró sus cuerpos tendidos entre los surcos del campo arado en su fertilidad.
Desde entonces vagó por el mundo, se escondía de las muchedumbres, se alejaba de los pueblos, del humo, de las carreteras. De noche se acercaba como los zorros o las garduñas a los corrales y robaba algún huevo o bebía si se daba el caso, de las ubres de las vacas o de las cabras, rodeado de estiércol. Esto a veces le producía vómitos, otras las soportaba bien. No tenía tiempo para coger algún sucio cacharro, llenarlo de leche y luego calentarlo, tampoco, la verdad, tenía fuego y tampoco sabía como encender uno. Era demasiado joven y estaba muy asustado siquiera para pensar.
Una noche de aquellos tiempos, unos hombres lo apresaron. Para su suerte, eran fugitivos como él. Lo trataron como a uno más. Lo alimentaron, le dieron calor y también un fusil. Sin embargo, nunca sintió el abrazo cálido de uno de ellos o una simple palmadita de ánimo. Eran hombres de mirada pérdida, de almas vacías. Era un ejercito de muertos en vida que se revelaba contra su destino, pero vencido de ante mano. Fue cuestión de tiempo que el número de aquellos hombres se fuera reduciendo, hasta que el más viejo de todos los que sobrevivieron, dijo “basta, me vuelvo a mi pueblo, haced los mismo vosotros o vuestra sangre regará unos bosques desconocidos. Quiero morir en mi tierras, besar sus campos y luego descansar al pie del arroyo. Lo demás, da igual”
La palabra SUERTE salió de las bocas de aquellos hombres duros, fríos, serios, pero justos y honrados a la vez. Él se quedó allí, viendo como uno a uno arrojaban sus armas al suelo hasta hacer con ellas un pequeño montículo y desaparecían perdidos en la bruma baja que rodeaba los árboles como fantasmas que nunca hubieran existido más que en su imaginación.
Había aprendido cosas, las suficientes como para sobrevivir en un medio hostil como era aquél país del que los suyos habían hablado maravillas y al que se sentían apegados como las raíces a la tierra. Quizás por ello, formaban ahora parte de ella.
Volvió a vagar, hasta que otros hombres lo volvieron a apresar. Estos eran distintos, lo golpearon, lo insultaron y lo arrastraron como a un fardo por las calles de un pueblo. Luego lo metieron en un camión, junto a otros hombres, los llevaron a un camino, los dejaron libres y dispararon sobre ellos por la espalda, quizás para no sentirse culpables al ver sus miradas. Cayeron todos, oyó el sonido de la carne al ser hendida por una bala y oyó el sonido sordo de los cuerpos al caer a la tierra. Vio como esta se teñía de rojo y sintió arder su cuerpo por algo que le quemaba el pecho. Vio también como un pequeño escarabajo se dirigía hacia sus ojos justo momentos antes de cerrarlos. Por último oyó como sus asesinos, andaban entre los muertos y entre risas y palabras volvían a disparar a los cuerpos tendidos.
Uno de esos hombres llegó a su altura…






…Se siente viejo como el mismo tiempo. Sabe que su vida pasó a pertenecer al hombre que en un último atisbo de humanidad disparó al suelo en vez de a su cabeza para luego marcharse con los suyos sin mirar atrás.
Cuando despertó, oyó el lamento de hombres ya muy mayores y el llanto amargo y desgarrado de mujeres. Oía como recorrían el campo en busca de la esperanza perdida. Y oyó el júbilo de un niño que se había agachado a su lado y gritaba “ESTÁ VIVO” “ ESTE ESTÁ VIVO”. Se sintió flotar y manos que trabajaban su cuerpo.
Pasó el tiempo. Volvió a despertar a la vida. Unas manos cálidas lo lavaban. Unos ojos negros, llenos de amargura y ternura a la vez lo miraban. No era su madre, pero podría haberlo sido. Por primera vez en mucho tiempo lloró y su llanto de niño-hombre llenó la estancia. La mujer lo abrazó y lo tranquilizó. Le dio de comer y lo abrigó. Pasó mucho tiempo desde entonces. Se recuperó y empezó a sentir que junto a aquella mujer y su hijo pequeño, podría empezar a vivir de nuevo, a tener una vida o simplemente darle un sentido. Había vivido hasta entonces, pero no sabía muy bien que era lo que había vivido. Ni siquiera entendía porque estuvo a punto de morir. Sencillamente no entendía nada ni sabia el porque de los acontecimientos. Estos volvieron con todas su crudeza y se vio obligado a vagar junto a la mujer y el niño pequeño hasta que llegaron a una gran ciudad. Las ruinas decoraban las calles. Apenas había gente por estas y la que había, vagaba como ellos en busca de refugio, comida y abrigo. Durante la noche, se acurrucaban en el interior de edificios oscuros entre otras personas, muy apegadas unas a otras para darse calor. Deambularon de un sitio a otro hasta que, de repente, un camión paró a su lado. La mujer habló con el chófer. Este le hizo unas señas para que subieran en la parte de atrás. Se dirigieron hacia ella. Estaba atestada de gente. Unos brazos cogieron a la mujer y al niño pequeño y los alzaron dentro de la cabina. Cuando le tendieron la mano a él para cogerlo, una bomba explotó cerca, muy cerca. El chófer aceleró sin mirar atrás. La mujer grito desesperada su nombre y le tendía la mano pidiéndole que la cogiera. El corrió detrás del camión mientras veía la cara congestionada de la mujer alejarse.
Volvió a vagar, sólo otra vez, por una ciudad en ruinas. Se unió a un grupo de miserables que trataba de sobrevivir como podía. El tiempo, siempre el tiempo, pasó. Él vio como su cuerpo tomaba el aspecto del de un hombre. Famélico, pero fuerte a la vez. No recordaba haber hablado mucho. Peleaba con el resto por la comida como si de una manada de perros rabiosos se tratara. No sabía cuanto tiempo permaneció en aquella ciudad olvidada por todos, pero decidió salir de ella y volver al campo. Anduvo por caminos pocos transitados, alejándose de estos cuando oía el motor de algún coche acercarse durante el día o las luces por la noche.
En su deambular por aquellos campos, contempló cuerpos mutilados, vagabundos como él sin rumbo fijo, niños famélicos llorando y preguntándose que sucedía, madres con la mirada perdida llevando en brazos a sus hijitos muertos y los trigales arrasados por el fuego. En un momento dado, escondido entre unos matorrales, vio a sus captores, los mismos que le habían disparado, fusilar a un grupo de gente y luego rematarlos con el tiro de gracia. Los observó uno a uno mientras revisaban los cuerpos de los caídos para luego alzar su fusil y disparar directamente a sus cabezas. Uno de ellos se alejó unos metros del resto. Alzó su fusil y disparó. Lo observó bien y su imagen se quedó grabada en su mente a fuego y sangre. Cuando se marcharon, no se molestó en buscar supervivientes. Se dirigió directamente hacía el cuerpo al que el hombre que él había observado, disparó. Vio que el cuerpo pertenecía a un niño no más mayor que él cuando le dispararon. Estaba vivo. Había esperanza después de todo. Entre el mal existía el bien. Recogió como pudo el cuerpo del niño. La herida no era grave, pero necesitaba ayuda. Lo llevó en brazos algunos Km. hasta que vio una casa. Unas mujeres se escondieron dentro al verlo llegar. Gritó pidiendo ayuda y tímidamente unas caras se fueron mostrando hasta que vieron que no había peligro. Allí dejo al crío.
Volvió a los campos y andando por un camino encontró a un hombre que andaba en su misma dirección. Este le explicó que no había guerra desde hacía tiempo, mucho tiempo. Que lo que él había vivido no era más que un proceso de limpieza llevado a cabo por lo vencedores que arrasaban ciudades y a sus gentes. No había esperanza, No pararían hasta limpiar todo el país. Mujeres, niños y ancianos eran “depurados” sin el más mínimo atisbo de piedad. Las ciudades eran quemadas y abandonadas a su suerte, se quemaban los campos y se envenenaban los pozos. Era cuestión de tiempo. Las pocas resistencias habían sido sofocadas y los escuadrones de la muerte campaban a sus anchas. La única solución era escapar y salir del país. Hacia el Sur. Hacia donde se dirigían.
Dejó que el hombre se marchara. Este lo llamó loco por querer quedarse. Ahora lo entendía todo. Ahora su vida cobraba un sentido. Sabía porque habían muerto sus padres, sabía porque había estado a punto de morir y sabía que ahora tenía un motivo para vivir o morir. La tierra, su tierra, regada con la sangre de miles de inocentes, no tenía quien la protegiera. Ahora él lo haría. Alguien, un ser desconocido, que formaba parte de los Asesinos, le había dicho sin hablar, con un simple gesto, desviando la punta de su fusil, que debía luchar. Ese alguien no le había perdonado la vida sin más. Le había dicho “levántate y lucha” y eso había echo con mucho otros durante años. El los buscaría a todos empezando por el crío que días atrás había dejado con las mujeres. Ese alguien les había mostrado el horror y luego les dio la oportunidad de combatirlo. Ellos eran los elegidos, los que de verdad sabrían luchar sin retroceder porque ya conocían la muerte y sus métodos. Había llegado la hora de que los hijos de la tierra sembrada con su sangre se alzaran.

Texto agregado el 03-03-2009, y leído por 103 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-03-2009 me gusta mucho el estilo con el que está escrito este texto, el argumento es sólido, no deja lugar a subterfugios ni lugares comunes, te felicito, te envìo un saludo y mis ***** gomez81
 
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