Voy a partir con una excusa. Una excusa habitual. No me agrada criticar mal una película; prefiero hablar sobre aquellas que me gustan. De esa forma se evitan varios problemas, entre ellos las posturas recalcitrantes, que sí, deben y pueden existir, pero es mejor que queden en la comodidad de tu hogar por una serie de razones que me daría cansancio resarcir. Sin embargo haré una excepción esta vez, como probablemente lo vuelva a hacer (y como lo he hecho), y escribiré un poco mis impresiones acerca del último trabajo de Sam Mendes, Revolutionary Road.
Me aburrí. La música me asfixió, la estética me asfixió, la lentitud y un argumento demasiado previsible me terminaron agotando. Es curioso en todo caso, porque la película ostentaba realmente a reproducir el hastío y el agotamiento supremo que produce un matrimonio ahogado en la década de los cincuenta. Aquel tiempo de lazos subyugados y fehacientes, de esperanza en el vínculo eterno, la hipoteca y la casita en el suburbio. La casa blanca con ventanas azules, y un gran patio sin cerco con el pasto bien cortado. Aquella sociedad en que la candidez y la apariencia brillaban a contraluz mientras las personas se devastaban en sus propias celdas morales.
Ahí es donde se despliega un argumento concebido por una novela del señor Richard Yates, a quien no he tenido el gusto o el desprecio de leer, y del cual se dicen cosas muy buenas. Como sea, cuando uno sabe que una película está inspirada en una novela, inmediatamente, al menos en mi caso, intento traslucir lo que el escritor quiso decir, o cómo debe haberse visto tal o cual escena redactada. Estoy seguro que varias líneas (y mi escepticismo y desconocimiento lo favorecerán, Richard), o las líneas buenas, estaban sacadas directamente del libro, y que en la pantalla, así, actuadas, suenan realmente falsas.
Si bien las actuaciones son irreprochables, no me parece realista ni necesario que las personas hablen de la desesperanza y el vacío así, a rajatabla, y acepto que en esta arista mi criterio sea absolutamente personal. En todo caso no hay para qué sembrar falsas expectativas, porque si bien es el alienante modelo de vida estadounidense el culpable de la destrucción de esa prometedora pareja, la ejecución de tal premisa no es otra que una extensa sucesión de peleas bien actuadas con un pianito de fondo calcado de Road to Perdition, Jarhead o incluso American Beauty. Sí, los trabajos anteriores de Sam Mendes.
¿Cierto que les suena harto American Beauty? Obvio, es el gran éxito del hombre. Filmada en 1999 y protagonizada por un brillante Kevin Spacey, Belleza Americana (extrañamente la tradujeron literal) era una tragicomedia con un mensaje muy simple pero a la vez intenso. O sea, un exitazo. Y a mí entender, una verdadera maldición. ¿Cómo proyectar una carrera cuando ya tocaste el cielo? ¿Cómo afrontar el peso del significado de “expectativa”? (Nolan pudo)
American Beauty fue el debut de Sam Mendes en el cine, y el mundo entero se rindió a su pies, con relativa razón. Pese a una sencillez evidente, satirizada con el talentoso cinismo de Todd Solondz en Storytelling, la película goza de un equilibrio hermoso, y los eslóganes que lanza Kevin Spacey son admirables al mismo tiempo que masticables. Huir de la rutina, volver a los deseos de la juventud (la única parte de la vida en que realmente se vive, dijo Houellebecq), fumar marihuana, hacer pesas, dejar de trabajar al mismo tiempo que consigues vengarte de los que te esclavizan, etcétera. Resulta un llamado a vivir y a respirar, un “piensa positivo” bien articulado y al mismo tiempo, a escapar del estándar de vida/miseria/conformismo norteamericano que Mendes retoma clásicamente en Revolutionary Road.
Terminado de ver esta película, o en realidad, más o menos a la mitad de su visionaje (cuando comenzaba a mirar el contador del dvd con demasiada frecuencia) me puse a pensar en American Beauty, y llegué a la conclusión provisoria de que Sam Mendes nunca ha tenido talento, sino suerte, al ser un director novato y toparse con un guión tan bueno como ese. Por otro lado mis sospechas se ven confirmadas por el currículo del escritor de esa película, el señor Alan Ball, guionista de Six Feet Under y True Blood, dos series que no he visto pero que han tenido extenso respaldo de la crítica y público. ¿Alan Ball tiene el talento? ¿Sam Mendes el oportunismo? No quiero alargarme pero otras asociaciones son evidentes: ¿Guillermo Arriaga tiene el talento, o era Alejandro González Iñárritu? Pronto, estimado público, sabremos la verdad detrás de la trilogía del sufrimiento compuesta por Amores Perros, 21 Grams y Babel.
Pero no desvirtuemos el espíritu de esta reseña con dichos delirantes y vanamente polémicos. Mejor digamos que estas inquietudes en realidad no surgen del visionaje de Revolutionary Road, sino muchos años antes, con el estreno de Road to Perdition (2002), la segunda película de Mendes. El filme, ansiado por muchos (yo entre ellos), terminó enfriado los ánimos de varios fanáticos, que en vez de enfrentarse a una palomitera y agridulce tragedia urbana, se toparon con una correcta y a ratos bastante fría historia de papás mafiosos, que más de alguno llamó: “una buena película para los que degustan del género”. A mí me gustó, pero también me consternó un poco. No habría pasado nada si hubiese estado dirigida, por digamos, Ron Howard. Pero era Sam Mendes, la estrella, el nuevo midas creativo que salvaría la “industria”.
La consternación se volvió norma cuando llegó Jarhead (2005), una película de soldados que no pelean y que terminan con conflictos psicológicos y escribiendo libros acerca de ellos. También me gustó, pero después de un segundo visionado (idéntica situación con Road to Perdition, ¿pasará igual con Revolutionary Road? Si pasa haré una rectificación pública en este mismo espacio). Pero ni Jarhead ni Road to Perdition, pese a parecerse entre sí, tenían el menor asomo de la chispa de American Beauty; y Revolutionary Road tampoco. Al ver Revolutionary Road no pude dejar de compararla con Far from Heaven (Todd Haynes, 2002), aquel frágil filme que versaba sobre los prejuicios de la sociedad gringa de los 50 (racista, homofóbica, afectada), y pensar al mismo tiempo que Haynes es mucho más sutil que Mendes (lo corroboró con la impecable I’m Not There, el biopic que cualquier estrella del rock quisiera tener, ¿Qué dice Bob, entendieron bien su artístico, rebeldísimo, prolífico y alienígena mundo interno?).
Sin querer llegar a sonar ortodoxo, diría que Mendes no es un mal director. Al revés, se nota lo que hace y es un facturador inteligente que aborda temas no necesariamente populares, como lo son el matrimonio, la paternidad y el sufrimiento experiencial ante una vida que no alcanza para satisfacer el espiritu. El problema está en los pianitos que pone de fondo, que a mí me atontan demasiado. Yo creo que todas serían obras maestras si tuviese más personajes con el carisma de Lester Burnham (Kevin Spacey) o John Givins (Michael Shannon), en la misma Revolutionary Road. Y en este personaje me gustaría detenerme un poco más, porque me encandiló.
A Shannon lo nominaron al oscar por su interpretación, y bien merecido lo tiene; lamentablemente tendrá que conformarse con eso porque Heath Ledger es invencible a estas alturas (¿alguien de verdad piensa lo contrario?). Nuevamente atribuiré la existencia de este personaje al mérito de Yates, y lo enfatizo porque quizás le otorgo demasiado y porque suelo favorecer al creador en vez del adaptador. John Givins es un matemático enloquecido, que ha pasado por unas buenas sesiones de terapia de electroshocks, pero a diferencia de Russell Crowe, en vez de comportarse como cualquier otro ser humano en la tierra, el hombre está realmente zafado: dice la verdad. Despedaza con certera precisión tanto a April (Kate Winslet) como a Frank (Leonardo Di Caprio), a quienes no les queda más remedio que aceptar que son nada, o que son iguales a todos: no son especiales, y no son víctimas. En algunas frases esa idea la reitera Kate Winslet, cuando acongojada le confiesa a su atribulado esposo Di Caprio, que sus vidas no son eventos extraordinarios (sino estereotipos un poco aburridos, complementaba la parte de mi corazón que se latea con la teletón).
Shannon se luce, aunque como se dijo antes, Kate y Leonardo no lo hacen nada de mal tampoco (ella ganó el Globo de Oro por este rol). Y uno de verdad que echa de menos que no participe más en la película, o que la película no se haya tratado de él: “Una cáustica mente brillante”, en inglés, “An Auwfully Mind”. Y el problema con los otros personajes, o con la idea general del libro, que debió ser un mazazo en la época que fue escrito (bien caliente, en los 50), es que hoy en día esperamos un poco más. Por mi parte creo ya saber que el modelo de vida norteamericano burgués neoliberal material prejuicio mercantilista está sobreanalizado en cuanto a sus debilidades. Es fácil mofarse del tonto una vez que ha sido revelado (paradigma Luis Jara). La hazaña en este punto, es que tal como lo hiciera una década atrás, Mendes fuera capaz de ofrecer una alternativa, por último en plan onírico/tentativo de qué hacer al respecto. Los pianos y los gritos ya no bastan para mí. Falta sangre y revolución, camaradas. Y a ti Sam, te falta juventud.
24.1.09
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