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Hay algo bonito e inesperado (para mí) en Hellboy II: The Golden Army (Guillermo del Toro, 2008). Lo bonito es que la película es más de lo que creía: un evento relativamente disfrutable cercano a las 2 horas de duración, bebedor de la fluidez de un personaje carismático, infernal, irónico y bebedor de cerveza, aparte de ser un demonio, claro. Es más que eso seguramente porque responde al crecimiento propio de Guillermo del Toro. Aunque de todas formas no debería sorprenderme; luego de El Laberinto del Fauno se sabía que el mexicano se las traía. Había sido capaz de reinventar su historia de fantasía habitual hacia registros mucho más cercanos a los premios y los consensos críticos: la guerra (cualquier guerra, en este caso, la civil española).

Lo más lindo en Guillermo del Toro es su carismática visión del manipulado género fantástico. Probablemente porque él, afortunadamente, comenzó a hacer películas asociadas a esto antes de la salida de The Lord of the Rings, y aparentemente, nunca ha estado interesado en hacer historias clásicas o empaquetadas del género. Lo suyo va, en mi opinión, por una visión moderna de lo fantástico. Lo fantástico desde la ciudad, desde la suciedad consumista, desde el balaceo y la talla típicamente gringa. Pero aún así, también lo fantástico nostálgico, si bien al mismo tiempo macabro, ambivalente y ambiguo. Así como el fauno en El Laberinto del Fauno, personaje turbio de ética dudosa; calculadamente dudosa: es la impronta de lo desconocido. Lo mismo sucede en Hellboy II con el personaje del elfo, el antagonista de turno. De hecho sólo el cuestionar la bondad casi dormitiva de los elfos y colocarlo como el protagónico perverso de turno merece mi más sincero respeto. Y en ese sentido Hellboy II vendría a ser a las películas fantásticas lo que Iron Man (Jon Favreau, 2008) es a las películas de superhéroes.

Cuando vi Iron Man salí con fe nuevamente en que desde los géneros todavía podía hacerse cosas nuevas (sin necesariamente destruirlos o traicionarlos). Salí pensando que era posible, dentro de todo, dotar de personalidad lo que venía por defecto y fábrica establecido. En ese caso fue Robert Downey Jr. quien otorgó la impronta: modeló un superhéroe narciso, fluido, genio pero antisocial, y por sobre todo, hedonista, sin que por eso deje de ser un héroe. Acá es la marca de Guillermo del Toro. Porque si bien Hellboy puede ser considerado ya una franquicia (y del género de superhéroes también), The Golden Army avanza un poquito más allá, o genera la suficiente ambigüedad como para dejar abierta la posibilidad de que se trate de algo más. En este caso, por lo bajo, de la obviedad de las historias, el elemento común quizás más pobre del cine masivo yanqui. No es que esté diciendo que la historia en sí sea una reinvención completa, porque no lo es; de hecho también es previsible y probablemente el director no tiene problemas en que lo sea (ni nosotros). Se trata de otras cosas.

Son los pequeños detalles. Por ejemplo, la duración de las escenas de acción (que son, para una película de estas características, pocas). Estas no duran demasiado y en general se evitan las explosiones, las bandas sonoras recalcitrantes. Pequeños elementos, como dejos de una visión más profunda en los personajes, que van en la línea de un agotamiento del tradicionalismo, de lo evidente. Esto se materializa en la rebelión contra lo estamentado, algo típico en la personalidad de Hellboy, si bien también un valor muy unificado en nuestros tiempos. Pero acá de verdad se hace; lo hace Guillermo del Toro cuando aparece en una escena un dios del bosque que a mí me hizo pensar ipso facto en Mononoke Hime, esa obra maestra de Miyazaki (creo que es una alusión directa, ¿lo recuerdan? El bicho gigante, al que le tenían que cortar la cabeza). Este dios es congregado por el elfo para matar a Hellboy, y aparece en New York cual Godzilla, cual Tiranosaurio Rex, creciendo y botando autos y esas cosas. Luego de un rato se hace presente el pensamiento de que la cosa gigante es en verdad el espíritu del bosque. Es un dios, nadie dijo que fuera bueno, ¿pero necesariamente es malo?

El elfo, parado en una cornisa, se lo hace saber a Hellboy. Le dice que es el último en su especie, que si lo mata ya nunca volverán a ver nada así, y que matarlo no le traerá ninguna retribución. Hellboy la duda. Todos la dudamos. Maldito elfo, nos hizo ver que la bestia por el mismo hecho de ser una bestia, era bacán. ¿Por qué destruir lo diferente, y más todavía cuando es único o último en su especie? Da igual, en el fondo, Hellboy lo mata. No es una mirada sarcástica tampoco, porque matarlo no fue gracioso. Tampoco fue una desgracia duradera, porque a los cinco minutos de película el evento es olvidado completamente. Pero durante el segundo que duró se vio el espacio de algo más: un posible error; y ese error podía ser sacrificarse tanto por salvar el mundo, por mantener lo que tenemos, cuando la primera discusión debería haber sido, ¿vale la pena hacerlo?

La tesis se repite hacia el final. El elfo, el malo, ¿o bueno?, como sea (bueno para la humanidad no era al menos), en una extraña escena a este tipo de películas, se para frente a Hellboy haciéndolo dudar de todo lo que es. Le dice que seres como él, o como Hellboy mismo, no quedan, no funcionan, no concuerdan. Hellboy lo mira no más, no hay gran discurseo. No hay gran demagogia, pero en esas pequeñas frases se genera una pequeña fisura en el incombustible espíritu del héroe: ya ni siquiera es el héroe enfrentado a sus propios miedos (digamos Spiderman 1 y 2, o el ejemplo brillante, el Batman de Cristopher Nolan), tampoco es el héroe moralista rígidamente correcto (el infumable Superman de Bryan Singer; o el mismo Spiderman); ni tampoco el incorrecto (a ratitos Iron Man o Hancock); es simplemente el héroe perturbado en el devenir de sí mismo, es la posmoderna y clásica pérdida de sentido.

Esta catarsis en ningún momento significa que estamos ante una propuesta rupturista del director. Porque simplemente puedes ignorarlo y ni siquiera pasártelo por la cabeza, asumiéndolo como marco del argumento general de la película. Y aunque la catarsis existe, no es dolorosa, grave, ni seria. Simplemente sucede, y la liviandad con que se la toman los personajes no quiere decir que sea menos cierta. Y esta catarsis de la que hablo no es interpretación mía no más, el final mismo de la película atestigua el descontento ante el ejercicio de "héroe". Vemos a un Hellboy y compañía abortando el trabajo, desalineándose de la compañía para la que trabajan, y esto sucede por el esclarecimiento al que han tenido lugar.

Lo notable del asunto es lo que ya mencioné antes; o sea, que todo esto sucede sin ,en ningún momento, traicionar las premisas de la película de acción superheróica, y más importante aún, sin darle la espalda a la película anterior de Hellboy. Guillermo del Toro no repite la fórmula, pero tampoco desencanta al fanático. Hace una película de autor que encaja entre medio de todas las producciones anodinas que pululan en el ambiente. Y que buena señal es que además de Guillermo del Toro lo mismo esté sucediendo con Cristopher Nolan. Es verdad que Hellboy II: The Golden Army no es una obra perfecta (quizás el The Dark Knight de Nolan sí lo sea), pero está llena de una fotografía distinta, de un aura a medio camino entre la mejor de El Laberinto del Fauno mezclada con las escenas de Rivendell de The Fellowship of the Ring (Peter Jackson, 2001).

No es algo menor. Guillermo del Toro dirigirá The Hobbit, la precuela que, según yo, Peter Jackson no quiso dirigir por el peso que significa hacerle una segunda parte a una trilogía tan exitosa como esa. Es motivante saber que el encargado del relevo es el mexicano y que él, ya sea hablando sobre fantasmas en El Espinazo del Diablo (2001), resucitando a Rasputín en Hellboy (2004) o baleando vampiros en Blade II (2002), no pierda el entusiasmo en hacer lo que le gusta, y cada día más, con más implicancia personal. Porque su visión sobre la fantasía es horrorosa a ratos (elfos pérfidos, lívidos, tatuados; faunos macabros, densos, grotescos), y por lo mismo imprescindible. Imprescindible por cuanto su mirada no es traicionera ni facilista. Es al mismo tiempo masiva pero única, autoral, también. La suya, pero no por eso incomprensible, ni tampoco aislada. Consciente, quizás sea el mejor adjetivo. Consciente de lo que lleva y a lo que hace alusión, y también de la carga de un amor obsesivo y puro como siempre debería ser el celo por un género, sea cual sea al que se pertenezca. Porque Guillermo del Toro le guarda fe a la fantasía en todo lo que realiza, casi como una tradición familiar, y en el más hondo sentido. Lo que hace es perpetuar con lealtad aquello que le parece digno, con toda la honestidad que tiene y puede ofertar.

9.11.08

Texto agregado el 03-03-2009, y leído por 310 visitantes. (0 votos)


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