CONVERSACIÓN INTERIOR.
Hace ya muchas tardes, en uno de mis frecuentes paseos por mi finca de Yerba Buena, mi caballo tropezó entre piedras. Caí sobre ellas y recibí un fuerte y punzante golpe, y busqué la manera de curarme de la honda herida, que me ardía y quemaba, me calcinó la piel como si además de su gran cortadura, el mineral hubiese estado caliente, al rojo vivo, como un animal que estampan al fuego. Había sido honda, y peligrosamente cercana a mi nuca. Intenté ponerme de pie, pero sufrí un desmayo. Sentí que el mundo giraba e iba esfumándose toda percepción en mis sentidos, y jamás he sabido en qué lugar estoy ni qué soy. Oh, si algún espíritu del aire lograra captar el dolor de este suplicio, de esta batalla que me desangra y destruye sin cesar, que haga algo por mí.
Dentro de mí sonaba una discusión cuyas palabras eran como cuchillos que en cada pronunciación me desangraran y fueran macerando los huesos, desgajando músculos y calcinando cada neurona, en una agonía que no me deja morir ni vivir. Aaaaaay! Ahora empieza otra vez:
“--Pero si yo lo maté a usted el último día del siglo XIX, cómo se explica que ahora lo tenga aquí a mi frente.
--Lo que no entiendo, y eso es peor, que usted murió en la madrugada del siglo XX, y sin embargo, ahora, en medio del año 1984, acaba de tenderme la mano mendigando un saludo. Claro, me veo en la desagradable obligación de rechazarla. No puedo saludar a un asesino confeso.
--Si es por el saludo, duerma tranquilo. Ni siquiera voy a hacerle el honor de desmentirlo. Tampoco me interesa en lo más mínimo discutir mi cierta o falsa condición de asesino. Es un valor o desvalor moral, y en la circunstancia que usted y yo compartimos a esta hora, toda moral es falsa e inútil. Recuerde que no fui tan vulgar como para discutir lo intranscendente. Lo que me interesa razonarle es que usted no tiene derecho filosófico a existir. Su situación, como verá, no puede compararse con la mía porque, si bien debo de estar lejos de la existencia, la ontología, al activar sus tesis y antítesis, sus argumentos y demostraciones lógicas, me confiere a mí la razón de ser, y a usted la de no ser. Porque en caso de yo haber muerto en el siglo XX, como ciertamente ocurrió, mi cadáver tiene menos tiempo de muerto, está más fresco, más cerca que el suyo de la vida. Y si ponemos el 0 como punto de divisorio entre la vida y la muerte, tal como ocurre con la división entre la serie de los números positivos y la de los negativos, usted y yo estaríamos del lado de la muerte, pero yo más cerca del 0 que usted, y por tanto, en el movimiento del tiempo hay un instante eterno, imperecedero, en que estoy vivo y usted muerto.
--Ah, usted sabio en su muerte, creo que hice bien en matarlo, para que no fuera tan sabio. Recurrió a la matemática: se hizo irrefutable. Pero el cálculo tiene tales virtudes que también a mí las ciencias exactas me dan la razón. Fíjese que no soy un contrincante irracional como solíamos cuando éramos hombres, sea que cultiváramos o no cualquiera de las ciencias. Me alegro de que nuestro campo de batalla sean los números, esos seres como nosotros, sin color ni puntos cardinales, ni grosor que estorbe el razonamiento ni líneas que dicten pautas ni experimentos distorsionadores ni piedad ni amor ni odio que hagan sombra al viento sin dirección del ser y el no-ser. Piense usted un momento junto conmigo, ahora que no lo estorba el líquido cerebral ni los nervios motores ni las molestosas endocrinas. ¡Ah, usted y yo sabemos de ciencias como de cuchillos! Verá que yo estoy más cerca, tengo mayores probabilidades de estar vivo -hablé de probabilidad, hablé de azar, hablé de lógica, que todos son sinónimos; porque es lógica toda probabilidad, y es también azarosa, y todo lo azaroso es incierto, y todo lo incierto es... ciertamente incierto-. Pero, ya que toda demostración es falsa, sigamos demostrándonos nuestras falsedades. Bien. La noche en que nos acuchillamos, usted tenía 45 años y 3 meses y 7 días de vida, mientras que yo tenía 57 años, un mes y 4 días. Es decir, -para no perder el tiempo en menudencias que aquí importan poco- le llevaba 12 años. Tenía 12 años más que usted en la vida. Y si la muerte es eterna -no creo que vaya a discutirlo-, y tanto usted como yo estuvimos muertos antes de nacer y volvimos a estarlo después de morir, de ahí se deduce que su muerte y su vida se suman como sigue: n muerte + 45 vida, mientras que la mía es el resultado de la sumatoria que se detalla así: n muerte + 57 vida.
De ahí se deduce que la n de usted es mayor que la n mía. Ello trae como corolario que habrá un momento en el decurso del tiempo, el cual se extenderá a 12 años, en que yo estaré vivo y usted muerto.
--Otra vez hemos vencido los dos. Ya estoy en creer que la ley de gravitación universal, el equilibrio de los átomos, la manía del protón de amarrar al electrón en una loca carrera sin límite, descansan en nuestra enemistad. Lo que los hombres adoran como Dios no es más que esta sagrada, cuántica y eterna discusión nuestra.
--Usted-yo ¿quién sabe si somos el mismo: el cuchillo y la sangre, el viento y la pradera, el martillo y el clavo, la noche y el amanecer? Tiene razón. Estamos en el vórtice. Hemos descubierto una verdad absoluta. Y tanto la verdad como lo absoluto son la muerte. Así que, para que usted y yo sigamos en el universo, que no acepta la quietud de la verdad sino el movimiento incesante de lo medianamente cierto -que por esta razón es medianamente falso-, el hervidero eterno que odia el vacío; repito, para que usted y yo sigamos en el universo, vamos a matarnos de nuevo.”
Ahora sólo se escuchan retumbantes golpes de dos piedras que chocan una contra otra y se destruyen, como si un idioma nuevo hecho de golpes crearan y destruyeran al mismo tiempo, y siento como si cada golpe fuese sobre mí, hasta llegar a una explosión que me dispersa y me deja transido de tan grande dolor, inconsciente, sin saber nunca si regresaré a la vida. Ruege conmigo algún buen espíritu que haya logrado interceptar las ondas ciegas de este espanto, ruegue, repito, al Dios todopoderoso, al Señor de los cielos, al Divino Maestro de Galilea, a Alá del Islam, a Zeus tonante, a Bhuda y su objeto de adoración, a Krishna, el niño dominaba las serpientes, que pueda yo librarme de este suplicio que se repite y repite sin cesar.
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