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Porque le decía: no sé de donde viene esa necesidad de soledad, de salirse por un momento y estar en otro sitio, ojalá en silencio, ojalá sin nada que se deba o espere hacer. Eso le decía. Le decía que haría un viaje, sin acompañamiento, a un río ojalá. Un río con sauces en la ribera, no necesariamente un río bonito; no necesariamente un paraíso. Basta con que sea un río, con que el agua fluya lo suficiente como para escucharla. No quisiera que fuera un río transparente, donde hubiesen peces de colores o el reflejo del sol encandilándome, no. Preferiría un río normal. Un río con pancoras. Un río a secas. Preferiría que hubiese pasto, intercalado con tierra rasa. Preferiría todo eso, sería como sacarse la técnica de encima, sacarse el preciosismo, pero tampoco vadear en el nadismo. La naturalidad, le decía, era lo importante. La naturalidad sin hippies, sin pañoletas, sin bebidas light. La otra naturalidad. La naturalidad de no buscar la naturalidad, la naturalidad de poder repetir las palabras que desees aún sabiendo que con repetirlas echas a perder la fluidez de lo que dices o piensas, la estructura, la gracia de lo que escribes.

Le decía todo eso y también que necesitaba ir solo, que no era una búsqueda de la paz interior, que no creía en eso. Le decía que quería ir, que los motivos no significaban una respuesta filosófica, una meditación, o un intento moderno de la búsqueda de la iluminación, ni ninguna sandez como esas. No quería hacerlo por nada de eso, y tampoco por un misterio. Era simplemente hacerlo. Como dejarse llevar, pero sin la liviandad habitual que solía atribuirle a esa frase. Porque esto no significaba bondad tampoco. No quería decir que el río fuera un lugar puro, un sitio distinto en el que con el simple hecho de observar, de oler, de tocar, mi vida o su vida podían cambiar en algo. Le decía que quería ir a un río cualquiera, y que ese deseo era más intenso que ir a otro lugar, como un campo, como un país. Un deseo más grande que eso. Un deseo de desaparecer a veces, pero sin la épica nauseabunda que bordea todos esos principios, esas declaraciones de acción.

Luego le dije que no le hablaba del río como una metáfora. Que no quería decir, subliminalmente, que el río significaba la renovación del espíritu, que el continuo fluir del agua se asemejaba con la vida y la inexactitud de los momentos. Porque si así lo iba interpretando, porque así podía entenderse, no fue mi intención. Le dije que era fortuito. Le dije que entré a facebook y vi la foto de una mujer en un río. Y quise que ella no estuviese en esa foto. Quise que no estuviera, y quise decir que a mí me gustaría estar allí, sin ninguna cámara y quizás tampoco otro objeto. Porque era un río bonito, y una hermosa foto aparte de ella estorbando, cubriendo consigo misma un espacio donde pude haber visto la tierra directa, la tierra húmeda, media rojiza, de ese lugar. O la arena, porque no vi la arena.

Después le dije que tenía razón, que se trataba todo de un ideal, y que contarle sobre mi deseo, y que el mismo hecho de desear eso, o hablarlo de esta forma, daba fe de lo que quería ser. Pero lo que quería ser no tenía que ver con lo que ella creía. Ni quizás con lo que creía yo. Luego pensé que lo que quería ser lo iba sabiendo en la contingencia, que me movía con esta sensación de meterse en la niebla e ir tanteando el camino, palpando el suelo y sintiendo la rugosidad de la carretera, o las piedras, o los terrones. Sintiéndolos y dejándome llevar por una intuición que tuviera coherencia, con un impulso a veces suave, otras violento, que me guiaba a un ideal de hombre, al hombre que quería ser, y sabía que las piedras, los terrones o el cemento que seguía eran iguales (cada terrón que escogía, o cada piedra, era como la piedra de antes: estaba en el mismo camino, moviéndome hacia donde estos pequeños elementos coherentes estaban dispuestos), pero no lograba hacerme la idea de cómo era el sitio al que me dirigía. O quizás no había ningún sitio en absoluto.

Yo le decía: quisiera ir a un río, normal, con agua, con sauces en la orilla, a veces descolgándose en la corriente. Quisiera eso, literalmente, y que el acto no signifique más cosas. Quisiera eso, y que fuera lo que es, que fuera puro dentro de los límites que se puede alcanzar. Porque no se puede alcanzar la pureza máxima, es imposible. Que fuera puro a un nivel que me tranquilizara, que me hiciera sentir vivo, que me hiciera sentir hombre. A un nivel que me llevase a experimentar lo que estaba frente a mí como en algunos momentos de antes, esos momentos en que inflas los pulmones y el aire que respiras es lo que piensas, y no hay nada más. Nada más que el aire, y el tórax expandiéndose. Nada más que tu vista para devorar lo que está frente a ti, para llenarse del oxígeno que viene de afuera como una corriente, feroz. Nada más porque adentro mío no quedaban otras cosas. No había espacio para más. Porque adentro mío estaba lleno de negaciones, de interrupciones, pero no me molestaba, no quería ser perfecto. Quería estar allí, y no necesitar olvidar o recordar o preparar, o sea, soñar. Nada de eso. Simplemente experimentar el vacío más profundo y que ese vacío, no significando nada, me reconforte.

12.10.08

Texto agregado el 02-03-2009, y leído por 186 visitantes. (0 votos)


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