Más allá de ser un comentario aislado de la película, o el comentario que podría haber hecho de haberla visto solo, me gustaría hablar de lo que viví en carne propia al asistir con mi familia, y con un buen marco de público, al primer fin de semana de Tony Manero en Temuco (creo que a nivel nacional ya lleva dos). Asistimos, yo por motivaciones cinéfilas, y mi padre por las recreaciones del programa de Enrique Maluenda "El Festival de la Una" y la representación muy puntillista del pasado. Creo que además había cierta intuición de que sería una película graciosa, de un tipo chileno de bajo pelo que las hacía de doble de John Travolta en quizás su película más famosa: Fiebre de Sábado por la Noche. Y a grandes rasgos, eso era, pero no tenía nada de graciosa.
No tiene nada de gracia ser una mosca en un medio horrible, no tiene nada de gracioso tener un sueño, una única posibilidad de escape a una realidad horrenda, a un Chile mustio, secreto, hermético, frío, y que esa esperanza sea ser otra cosa, ser John Travolta, o más que John Travolta, encarnar a ese brillante Tony Manero, danzando en una perfección inalcanzable y siendo admirado por el universo. Tampoco es fácil para el espectador tener que soportar la miseria de un personaje pérfido, del cual es posible comprender todo su hastío, toda su desesperación, pero al mismo tiempo, todo su egoísmo y su falta de apego con la gente. No puedes empatizar con un ser sin el más sentido apego a la humanidad, a un tipo sin escrúpulos que le roba a los asaltados, o que mata ancianos para sacarle un par de billetes. Pablo Larraín, su director (que el 2006 hizo Fuga), la juega pesado al sacarse todo lo correcto que pudo haber logrado más o menos al minuto diez.
Con el asesinato, asesinato cruel, felón, de lo más bajo, Larraín apuesta a la incomodidad del público, al espanto de un público que en la sala empieza a murmurar, a girar la cabeza. Larraín apuesta al asco, al lado B de un Chile aparentemente adormecido por los mandamientos de una dictadura que apenas es visible hasta que aparece, brutal y descarnada, irracional (pero sin militares; los militares se ven, una vez, de lejos). Porque Raúl Peralta, el protagonista interpretado por el insuperable Álfredo Castro, es un ser despreciable. Es una especie de Travis Bickle, el De Niro de Taxi Driver, pero sin moral, sin ética, solo en un sinsentido confuso. Raúl es un Travis sin escala de valores, sin norte, un hombre absorto en un único e ilusorio objetivo: ser Tony Manero. Porque Raúl, a diferencia de Travis, no juzga el mundo que ve, no predica, simplemente lo sobrevive; es una rata más en la alcantarilla, agazapado en la oscuridad a la espera de su oportunidad de despegue a las luminarias de una pista de baile prístina y pura.
Personalmente creo que esta visión puede propiciar añejísimas disputas políticas que en todo caso tienen sustento. Larraín escoge mostrar ese Chile, Larraín conscientemente delinea a Raúl en un ambiente oscuro y loco, y no tengo yo la suficiente experiencia como para comprobar que la realidad haya sido de esa forma. Pienso que parte de las críticas negativas que ha recibido la película están estrechamente ligadas a esto, pero es la polémica que me parece menos interesante. Más me importa hablar del espanto de la audiencia con que compartí butaca. Las pifias al término del metraje, que finalizó abruptamente, a un estilo similar a los Dardenne (Tony Manero fue alabada en Cannes, festival que disparó a la palestra mundial a los Dardenne con Rosetta y L'Enfant), o sea, sin música, de golpe, evidentemente socava toda expectativa de un final sentimental y al menos en mi caso, me dejaron pensando profundamente sobre el sentido mismo que la película tenía. En el fondo pensé en antiguas validaciones del producto artístico por sobre la diversión que se supone debería entregar un arte más primario. Tony Manero no termina con una dulce “Mira Niñita”, como lo hizo Machuca, Tony Manero no sensibiliza al espectador con el último cuadro, con la frustración de Raúl, sino que lo empapa de su propia incertidumbre, lo paraliza como un personaje vaciado de vida, cercano a un psicoticismo que nace de vislumbrar un futuro sin futuro.
Sí, se podría decir que Tony Manero es ruda. Es ruda en las escenas explícitas, mostrando claramente una felación fallida a Castro, o al mismo Castro defecando en el traje de un potencial rival en el doblaje de Travolta, o hasta el chasquido rítmico de los dedos de una adolescente mientras se masturba al lado de un Raúl ausente. Tony Manero es ruda, además, en sus planteamientos. Larraín escoge qué mostrar, cómo hacerlo, y la progresión de escenas se adereza con violencia, con sexo mecanicista, sucio, con dolores construidos sobre dolores, que en todo caso nunca representan una catarsis para Raúl: todo es acumulativo, se sucede como una procesión de destrucción que al final sólo consigue hacer del personaje de Castro un despojo. Un esperpento, como señaló alguien.
En ese sentido resulta comprensible el desánimo de las personas, desánimo que probablemente les sobrevendría luego de ver alguna de película como la Funny Games de Michael Haneke (1997), o como comentaba con mi hermano, el hastío nervioso que supone visionar la monumental Apocalypse Now. O la misma brecha de realidad que llevó a mi padre a decir “yo nunca vi que Chile fuera así, lleno de prostitutas y psicópatas”, crítica absolutamente válida. O la sensación de que un final abierto nunca esclarece sino que potencia la reflexión y dispara las posibilidades. Lo interesante resulta que ante los mismos elementos unas personas decidan pifiar una película, y otras hacerla merecedora de ganar el SANFIC. Porque Tony Manero es bastante fácil de decodificar, el mensaje se reitera en muchas ocasiones, Raúl mata lo suficiente como para dejar claro que lo suyo no es accidental. Y entiendo que las críticas pueden provenir en gran parte de la reactancia que provoca el contenido mismo de la obra, lo que instantáneamente la justifica como instrumento artístico. La película funciona, y gran parte de ese funcionamiento es fruto de la labor insuperable de Alfredo Castro.
Supongo que nunca más claro decir que nadie tiene la razón, o que todos la tienen. Lo que es innegable es lo que Tony Manero conforma, lo que Tony Manero alude. Cómo se enfrente esa alusión dependerá de cada cual. ¿Puedes tomar la tangente de un Chile politizado? Puedes. ¿Puedes rechazar la película porque ofende lo que esperabas de ella? Puedes. ¿Puedes encontrarla preciosa en su dura descripción psicológica? También. Y yo me inclino más por lo último. Me quedo con los cuadros de Raúl Peralta revisitando mil veces un cine feo, viejo, venido a menos, admirando con los ojos llenos de ilusión o frenetismo a un Travolta estelar, un inalcanzable bailarín perfecto, brillando quizás justo lo suficiente como para iluminar la oscuridad de tu propia miseria.
(28 de septiembre 2008) |