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Bretón era un tipo extraño. Siempre lo supe. Por fuera parecía normal, no importarle nada, pero en lo personal, en lo individual, era extremista, radical. Formaba unos vínculos extraños con las personas, tenía ese don como para formar sectas, grupos de personas elegidas en silencio, como designios divinos, con las cuales compartir secretos y misterios. Dicen que mientras más cerca de Bretón estabas, más de cerca veías cómo esa tranquilidad tan pacífica, cómo esa indiferencia tan tierna con el universo se quebraba en miles de partes. Porque los elegidos de Bretón significaban todo para él. Cuando alguno de sus escasos cercanos se veía amenazado aunque fuera por un susurro, Bretón se desintegraba, se ponía fuera de sí. Enloquecía con una facilidad infantil, espantosa. Tenía unas huidas muy extrañas, actuaciones fuera de foco, que de todas formas parecían lógicas. Porque para Bretón ese reducido núcleo significaba demasiado, y sus reacciones eran las verdaderas pruebas, pruebas fehacientes, de lo que eran para él. Sus reacciones eran el antónimo a la indiferencia.

Porque el resto de las situaciones las enfrentaba con una dignidad encomiable. Con una racionalidad digna de libros, y una mesura que pocos alcanzaban. Era bueno teorizando. Era bueno incluso en la vida social. En grupos se mostraba fluido, adaptado, a menos que anduviese extraño y lentamente se deslizara fuera de las conversaciones, buscando algún espacio. Sin embargo, su empatía era limitada, duraba mientras se mantenía en el tumulto, porque desapareciendo de los deberes de la vida social, no se llegaba a saber nada de él nunca. No iba a las fiestas, no organizaba partidos de fútbol, no salía con chicas, o al menos, nunca se sabía. A lo más podías encontrarlo en el facebook de repente, aunque nunca contestaba los mensajes y se demoraba aceptando las invitaciones de amistad. En todo caso, digo que se veía bien adaptado porque tenía bastante asertividad para resolver conflictos sociales, peleas entre gente, líos de ética, etcétera. Se había visto envuelto, sin querer, en un par de ellos, y sus participaciones fueron ejemplares: conscientes, moderadas, sensatas.

Bretón parecía ser un tipo de bajo perfil con un desempeño más que aceptable, de no ser por los rumores que habían empezado a circular por la universidad. Esencialmente lo de las sectas, lo de sus reacciones disparatadas cuando uno de sus íntimos amenazaba con salirse del bando. Yo sentía curiosidad por saber de qué se trataba todo, qué era lo que Bretón y los suyos tenían entre manos, qué era lo que los movía, y por qué, pese a que no dijeran nada, parecía que estuvieran constantemente criticando el universo. O en otras palabras, por qué Bretón se creía un dios. Obviamente, él nunca había aceptado o sugerido frases como esas, pero se notaba. Uno se daba cuenta cómo miraba en ocasiones, cómo jugaba de forma tan sutil a ser Alberto Hurtado o Ghandi. Esa dadivosidad llevada al paroxismo debía ser un juego para él, pensar que tenía el control sobre las cosas, la capacidad para hacer y deshacer.

De todas formas, no creo que Bretón haya sido un mal tipo. No lo parecía. Un poco megalómano, pero quien no lo es si el mundo universitario es tan mediocre, si con saber distinguir a Churchill de Buda ya estabas en el primer quintil intelectual. Y Bretón le hacía a todo eso. Era bueno en lo que se propusiera, y se notaba que era un poco competitivo, aunque nunca lo demostraba. Era un buen zorro, astuto, pero humilde, buscaba hacer combos ganadores constantemente, pero con fineza, para que el resto no se diera cuenta. Y no se daban cuenta. Ni siquiera yo. Yo lo observaba, no más. O sea, diciendo todo esto en retrospectiva claro que calza, pero vivirlo fue diferente. Bretón estaba y no estaba, destacaba si quería, y a veces se metía entre nosotros como si nada. Nunca hubieses pensado que era un verdadero psicópata, uno piensa siempre que esas cuestiones tan peliculescas le pasan sólo a los gringos. Pero no. Chile es la metropólis sudamericana, y Bretón era, o terminó siendo, la versión criolla de los chicos de Columbine.


Da igual en todo caso, las explicaciones siempre existieron y siempre existirán, así como las teorías. Cuando Bretón se prendió fuego, y cuando sus seguidores acribillaron la mitad de Agronomía y la quinta parte de Periodismo e Historia, incluyendo al conserje y a tres profesores de Biología, antes de morir, claro, cuando pasó todo eso y la universidad salió en todos los noticieros del país y uno que otro extranjero, pienso que fue el principio para la verdadera incomprensión. Yo creo que comenzó la incomprensión, así como comenzaron las teorías, las hipótesis, así como se llenó de especulaciones, de detractores, y uno que otro adolescente zafado haciendo graffittis en homenaje de los muertos asesinados, porque desde el fondo de mis tripas ninguna de esas explicaciones parecía cierta. Todas parecían mentiras u oraciones tan débiles, tan advenedizas, tan teoría psicológica de cuarta. No tenía sentido pensar que un tipo como Bretón se iba quemar porque sus padres se habían divorciado (para eso quemaba a los padres), o que lo había leido en un manual de filosofía, o que se había puesto a escuchar a Marilyn Manson, no tenía sentido nada.


Pero yo no soy nadie como para asegurar alguna idea, como para que mis ilusiones tengan más peso que las de los analistas que se abocaron al caso minuciosamente. No soy nadie, en el fondo, tan sólo un tipo cualquiera con el que Bretón conversó una que otra vez en aquellos recreos que parecían tan normales. Ni siquiera soy alguien lo suficientemente capacitado como para contar los acontecimientos, porque me salté escenas, me salté información que quizás era vital para establecer una moraleja para el futuro, para sacar una lección de todo esto. Pero no. Lamentablemente no se me ocurre nada fructífero ni tampoco negativo. No creo que Bretón haya dejado un paso trascendente en nuestras vidas. Es cierto que se ganó parte importante en las conversaciones de los universitarios, y que acaparó la atención pública durante unos días, pero sólo hasta que otros chicos en otros lados empezaron a hacer lo mismo. Esta nota escrita al margen, en este espacio virtual al que entran tres o cuatro tipos, será quizás el único testimonio actual de la historia con que partió con todo. Luego, como vino la desidia, como vino la repetición incansable, como vino la catástrofe y finalmente el acostumbramiento, la historia fue absolutamente olvidada.

Al principio se postergó por las aniquilaciones en masa en otras universidades, luego en liceos, finalmente en escuelas básicas. El tema traspasó la juventud cuando comenzaron los suicidios en los asilos, o cuando se cerró la mitad de los hospitales del país y se le prendió fuego a unos siete u ocho. Chile cobró fama a nivel mundial por primera vez, como el vertedero del mundo. A nadie le importó demasiado en ese momento la muerte. La muerte en sí misma, la muerte propia o la ajena. Era morir, y punto. Se convirtió en algo normal, corriente, incluso cuando sucedía de las formas más escabrosas o macabras, incluso cuando los asesinatos rayaban la insanía, cuando la locura se apoderó de las calles para desterrar para siempre la razón. Cuando se resignificó la vida en Chile los motivos o las causas de cómo había empezado todo dieron absolutamente lo mismo. Siguen dándolas, porque en el fondo el impacto nace de lo extraordinario, y como el país entero se transformó en un antro demoníaco la lógica operó como siempre, y las muertes o la crisis social se transformaron en rutina, lentamente anexándose a lo evidente y hasta soporífero, y se potenciaron otras cosas más relevantes, como el sexo.

13.8.08

Texto agregado el 02-03-2009, y leído por 164 visitantes. (0 votos)


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