Hay una clase de rabia amarga que nace como semilla de la parte baja del pecho y crece poco a poco hasta apoderarse del corazón. No es más que una mala hierba, basta saber arrancarla de raíz, pero vuelve a crecer en días como hoy, porque sí, hoy estoy llena de rabia, de tristeza y desesperación. Me frustro con idealismos, reboto en la realidad, me enamoro de lo real hasta que me azota contra mis sueños… y vuelvo entonces a soñar. ¡Necia! La rabia es conmigo, por lo necia, por lo terca... por lo débil que soy en verdad.
Detesto ultrajarme de este modo, y lo peor que todo es cierto. Mi cerebro despide ácido que se incorpora a mi piel, a mi alma, a mis venas… es veneno.
Maldito demonio. Eres tú contra quien lucho toda mi vida. ¡Muéstrame tu cara y enfréntame! Que hoy soy yo misma otro demonio y te desafío a muerte. Descuida, estamos solos y te espero, ¡qué bah! Ya no te espero cobarde, voy a encender la luz y espero verte a los ojos, veremos hasta dónde llega tu coraje.
Entonces encendí la luz de pie frente a un muro de ladrillo, en un lugar desconocido, sola con mi demonio, a punto de morir o matar, miro a los ojos a la imagen que está en frente. Desafío y un presentimiento apocalíptico aceleran mi pulso y esos ojos me miran con la misma rabia, con la misma dolencia, con esa mirada intranquila que busca y busca un algo que ni siquiera existe, con esas ojeras de mal dormir y esa nube delante que impide verlo todo como es y obliga a fisgar entre lo oculto… esa nube que todos vemos pero pocos advierten, no es una catarata, pero no tengo deseos de explicarlo… porque ciertamente estoy demasiado turbada … esos ojos miran como yo miraría a mi propio demonio, y echo un vistazo a eso que rodea esos ojos, a esa cara, ese cuello, ese cuerpo. Y entonces descubro que estoy parada con la luz encendida frente a un espejo.
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