[El descensor es un proyecto literario del mexicano Jesús Olague: una revista digital que se renueva mes a mes, con un proposición central para cada número. El texto que sigue ha sido publicado por este que aquí escribe en la segunda edición (“La bicicleta del abuelo” fue el tema convocante).
Les dejo el link de este mensuario y pueden ustedes tomar las siguientes desiciones: no prestarle atención, echarse una miradita por la página, leer algunos o todos los escritos, dejar algún comentario u, opción que recomiendo, enviar algún texto para la próxima publicación.
Para subirse al descensor: http://sites.google.com/site/revistaeldescensor/]
Poco a poco, mientras se abre paso la luz de la tarde, una suave brisa lo va desalojando. El polvo suspendido en el aire vuelve al maridaje con la tierra del camino. Ahora sí, es posible distinguirla en detalle. A la bicicleta, nos referimos. Caída a un costado, quebrada su columna vertebral, todo parece indicar que sus días de rodar de aquí para allá han terminado.
Pero lo importante, ahora, es otra cosa: un niño ha quedado despatarrado a un costado del sendero. Se lo ve inerme, con una herida en su plexo izquierdo por la que ha comenzado a sangrar copiosamente. Se queja, sus ayes de dolor nos inquietan, nos conmueven. Pero no podemos intervenir, somos los narradores, son las reglas de juego. Hace un momento, el muchacho montaba la bicicleta y se cruzó delante del automóvil, ese automóvil cubierto de marcas y logotipos, que barrenando la casi inexistente ruta vecinal, levantaba olas de tierra ¿O fue su conductor que, perdido el control del vehículo, ocasionó la tragedia? Porque ya no dudamos: somos testigos de una tragedia. Sea como fuere, los dos hombres que saltaron apresurados del coche se han acercado corriendo hasta el chico, gesticulan y gritan, desesperados o enojados por el retraso, vaya uno a saber. Uno de ellos arroja el casco al suelo, el otro se acerca al auto y parece pedir auxilio con un celular.
Retrocedamos en el tiempo y hacia otro lugar, capacidad que afortunadamente nos ha sido concedida. Una hora antes. Unas pocas casas, un almacén, una estación de servicio. Un hombre sentado en un tronco caído, a la sombra de uno de los pocos árboles que desafían al desierto en ese pueblito minúsculo. Y un chico que se despide y parte en su bicicleta, o la de su padre, que tal vez la haya heredado del suyo. En fin, una vieja bicicleta que ha atravesado, quizás, varias generaciones, pero que aún cumple su cometido. ¿Hacia donde va? No a la escuela, seguramente: es época de vacaciones durante los primeros días de enero en esta comarca patagónica. Tal vez debe cumplir con un mandado, o piensa encontrarse con un amigo para cazar alguna liebre desprevenida, o, porque no, quiere ver pasar la prometida caravana de autos, camiones y motos. Es una posibilidad, esta última, para nada descartable: hemos visto que hay una vieja tele en el almacén y la transmisión de la partida desde Buenos Aires, hace sólo tres días atrás, ha ocupado buena parte de la programación.
Pero volvamos a la escena inicial. Ya ha llegado gente para socorrer al muchacho, un periodista pelea por ganar la nota del día, algunos personajes van de aquí para allá, intentando minimizar el accidente o pretendiendo acallar alguna voz indignada. Y mientras tanto, autos, camiones, motos, cuatriciclos continúan pasando. Nos aventuramos a decir que con absoluta indiferencia de sus conductores, enfrascados en un mundo que acaba en el parabrisas o en el visor del casco. Una nueva nube de polvo, gigantesca esta vez, anuncia a un helicóptero que se posa donde puede. Médicos y camilla descienden en medio de un remolino de curiosos y voluntarios, cargan al chico, y otra vez a volar. En pocos segundos, el aparato se pierde, es un puntito en el cielo. Pronto nos quedamos solos: vehículos y personas se dispersan y también, más que rápido, son puntitos en el horizonte.
Un sol enrojecido anuncia las últimas horas del atardecer, algunos arbustos ya arrojan sombras lánguidas, un cuis pasa corriendo. El silencio, otra vez el profundo silencio. Nos parece, o es lo que queremos ver, que el desierto arropa a esos caños retorcidos, a esas gomas en llanta a los que nadie ha prestado atención, ya casi sepultados en el terreno arenoso. Creemos escuchar, y seguramente se trata de una alucinación, en algún golpe de viento, en un susurro de la naturaleza, una suave, cadenciosa canción de cuna. Ya es noche.
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