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RIQUEZA

Jorge es un cartonero, un ciruja como tantos que deambulan entre el conurbano bonaerense y la capital federal. Se levanta temprano y sale, tirando de su carro, a recorrer las calles de la ciudad en busca de objetos de valor que para otros son basura.

Una vida durísima. Una casa a medio construir en una villa, tres hijos pequeños a los que les costará entender que igual hay que seguir luchando aunque la miseria te pase por encima, aunque se te consuma la vida viendo como progresan otros. El trabajo te hace digno, te hace grande le decía su padre cuando, de pequeño, lo llevaba a trabajar en los algodonales de Santiago del Estero.

El no quería que sus hijos trabajen, los quería en la escuela, por eso salía solo y estaba todo el día en la calle. Quería, soñaba un futuro diferente pero la realidad lo golpeaba cada día.

Aquella mañana de mayo había salido un tanto abatido, hacia varios días que el acopiador pagaba un precio mas bajado y ya no alcanzaba todo el esfuerzo que hacia. Tal vez su mujer tendría que salir también a juntar con otro carro y eso lo apenaba, sentía que sus hijos a la larga terminarían haciendo lo mismo.

El día era como tantos otros, frío, ruidoso, el caminaba como un fantasma, como parte del paisaje pasaba desapercibido. Pensaba en aquella vez que se cruzó con un grupo de Japoneses o Chinos o algo así que le sacaron algunas fotos y entre sonrisas y reverencias le acercaron algunos billetes. Pero eso no pasaba casi nunca.

En la mañana caminaba la zona comercial y de oficinas en busca de cartones y a la tardecita los edificios para ver que salía entre la basura. De manera metódica, exactamente igual que cada día realizó su recorrido. Poniendo especial atención en llegar a tiempo cuando los del mercadito sacaban los cartones y los del restauran el botellerío, además solía recibir algún sándwich por sacarles la basura.

Por último decidió pasar por el edificio excelsior, ese de grandes ventanales en la zona más “bacana” de la ciudad. Hacia ya un largo tiempo que el portero, conociendo sus necesidades, le sacaba las bolsas de la basura un rato antes de lo habitual para que este tuviera suficiente tiempo de revisarlas antes que pasara el camión recolector. El portero había sido claro, dos cosas le pido, había dicho, la primera es que no haga desparramo, sea prolijo y la segunda es que si le preguntan diga que a mi no me conoce, que yo nunca he hablado con Usted. No le importo esto último, comprendió que seguro regañarían al portero por su actitud.

Como siempre!, se decía mientras revisaba, los ricos nunca tiran cosas muy valiosas pero si hacen mucha basura y en definitiva eso era lo que el buscaba. Saco todo lo que pudo sin revisar muy a fondo y lo puso de manera desordenada en el carro.

Empezaba a hacer mucho frío y además se sentía cansado. Tan cansado que por un momento pensó en tomar el tren que lo llevaba directo al acopiador para no tener que tomarse el trabajo de clasificar él mismo la basura, pero inmediatamente cambió de opinión, estaba cansado y el viaje en tren le haría llegar casi tres horas mas tarde a su casa y además si la llevaba clasificada obtendría algunos centavos más por kilo.

Cerró la campera sobre el pecho y apuró el paso por la avenida hacia la villa. Las luces de la calle ya se habían encendido. Un perro flaco buscaba comida en una bolsa de residuos. Cuándo paso junto a el, este levanto la cabeza y lo observó desconfiado, con esa mirada triste que suelen tener los perros flacos, echaba vapor por el hocico, ese vapor que produce el frió cuando respiramos, el ciruja no pudo evitar sentirse identificado con aquel pobre animal, sintió que se le hacia un nudo en la garganta e hizo fuerzas para no llorar.

Al llegar a su casa su mujer lo esperaba con un mate cocido bien caliente. Sus hijos lo abrazaron y luego corrieron hacia el carro sonrientes, como esos niños que en navidad corren hacia el arbolito a buscar sus regalos. Ellos nunca habían tenido un arbolito de esos, pero con la llegada de cada carro se encendía la esperanza de encontrar algunas cosas nuevas para jugar.

A pesar de su corta edad, el mayor tenia 10 años, sabían bien cuál era su tarea. Descargar el carro y separar las cosas como les habían enseñado sus padres, los cartones, los plásticos, los metales y los vidrios, luego la madre los acomodaría y los prepararía para vender a Ramírez, el del acopio.

Jorge le agradecía a su mujer por el recibimiento cuando los tres niños entraron corriendo y gritando en la cocina, el mayor traía una caja de zapatos en sus manos. Un tesoro!, un tesoro! gritaban mientras correteaban alrededor de la mesa. Cuidado con la estufa, dijo Jorge, se van a quemar y dejen de hacer ruido que me duele la cabeza, agregó.

Cuándo los niños depositaron la caja sobre la mesa y la abrieron se hizo un profundo silencio primero y un gran alboroto unos segundos después, abrazados con su mujer no podían salir del asombro, la caja de zapatos estaba llena de plata, mucha plata, más de la que podría ganar en todo un año de trabajo.

Comieron en absoluto silencio. Les recomendó a los niños que no dijeran a nadie lo que habían visto y se fueron a dormir pensando en como gastarían ese dinero. Jorge no podía conciliar el sueño. Que ironía, se decía, nunca tuve un peso y ahora que lo tengo no se como gastarlo.

Eran tantas las necesidades. Arreglar la casa, aunque sea las goteras y las ventanas porque en invierno entraba mucho frio. Hacer un viaje, tal vez a Santiago para que su madre conociera a los nietos. ¿Como estaría la vieja? se preguntaba, allá tampoco la pasaban bien pero ella nunca quiso irse de la tierra donde había nacido, ni siquiera cuando enviudó. Comprarle algo de ropa a los chicos, no, seguramente se la robarían en la villa, las necesidades lo abrumaban, lo superaban, le venían a la cabeza infinidad de cosas por arreglar, los problemas a su alrededor eran innumerables, todo y todos a su alrededor necesitaban algo.

Antes de que el sueño lo venciera pensó que haber encontrado el dinero tal vez era un problema, de repente se daba cuenta que ni el dinero de todo un año de trabajo le servia para empezar a solucionar sus problemas.

El día siguiente amaneció frío, soleado pero frío. Se despertó antes que los demás. Desde su cama vio a los niños que dormían en sus colchones, besó a su mujer en la frente y se levanto a preparar el mate cocido. Estaba feliz, durante la noche había tenido un sueño.

En el sueño el no era pobre, no era rico pero tampoco pobre, sus hijos iban a la escuela, tenían una casa con piso de cerámicos y una habitación para los niños. Cuándo el volvía del trabajo la mujer lo esperaba con una rica cena, porque tenían muchas cosas ricas para comer y lo mejor de todo es que el no era el único, también el José, el Ernesto, el Paraguayo, el Panza, Paco, el tuerto, todos los muchachos, que todos los días salían a cartonear estaban mejor, no eran ricos, seguían cartoneando pero estaban mejor.

Había comprendido que el Ernesto tenia razón, que separados no llegarían a ningún lado, que había que organizarse, juntar plata y comprar algunas herramientas, una camioneta, una prensa, formar una cooperativa o algo así, ponerse de acuerdo y laburar juntos para cagar al hijo de puta de Ramírez, ese chupa sangre que los agarraba necesitados y les pagaba dos mangos por las cosas que a ellos les llevaba la vida juntar y después el vendía todo junto y se llenaba de guita. Si en definitiva el producto era de ellos, si el trabajo era de ellos, la ganancia debería ser de ellos. Que razón tenia el Ernesto!. Que calentura se iba a agarrar Ramírez, se repetía. Estaba feliz, con su aporte todo iría mejor.

Aquel día el trabajo le pareció más aliviado, ya no se sentía solo tirando de ese carro. En el llevaba el futuro de sus hijos, su vejez junto a la mujer que amaba, los viajes a santiago para visitar a la vieja, la salita comunitaria y el comedor para los demás pibes del barrio, las urgencias y necesidades de un montón de gente, pero no le pesaban, una terrible sensación de felicidad le inflaba el pecho, una sensación de esperanza que no había sentido nunca, por primera vez en su vida estaba convencido que podrían salir adelante trabajando. Se sentía orgulloso, era parte de un equipo, ya no estaba solo, ya no tendría que aguantar al miserable de Ramírez.

Ese día le extraño que al pasar por el edificio exelcior aun no hubieran sacado la basura. Escucho que una vieja de esas cogotudas comentaba que la fulanita de arriba, una de apellido raro, había tirado por descuido algo valioso a la basura y que denunciaría al cartonero que seguro la había encontrado. Apuró el paso y comprendió que los muchachos debían ser muy reservados en cuanto al paquete encontrado. Tal vez en otro momento, cuando se calmen las cosas le llevaría algún presente al portero.

Texto agregado el 28-02-2009, y leído por 214 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-03-2009 Está muy bien redactado y eso hace que se lea con total fluidez. Reflejas con mucha claridad lo que se vive desde esta situación de indigencia y marginalidad social. 5* Susana compromiso
16-03-2009 Me gustó mucho, muy bien contada la vida y sufrimientos de personas reales =D mis cariños dulce-quimera
01-03-2009 Muy buena narración, pero sobre todo, bien reflejada esta realidad cada vez más evidente, me gustó. Saludos. Jeve. Jeve_et_Ruma
 
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