La noche que sucedió logré entender mejor de lo que hablábamos. Llovía como si nunca hubiese llovido. El cielo lloraba, lo sé; quizá si me preguntan porque digo eso, no sepa que contestar. Había pánico entre las nubes que marcaban solo la oscuridad de la noche y había silencio y dolor entre cada arbusto en las veredas. El laberinto estaba colmado de agua, a ese viaje no lo podía transitar una vez más. La quimera aguardaba tenue entre tantos sollozos amargos que las gotas, gruesas gotas, provocaban después de su inevitable suicidio. La calle, la cual me dispuse a cruzar, parecía más ancha que de costumbre y plagada de agua, hacía que quisiera con más ansias atravesarla… Fue cuando ocurrió, no lo vi y me atropelló. Juraría que en ese momento sentí que me estabas pensando pero sería inexacto, porque si lo hubieses hecho no me hubiese muerto. Solo sé que en ese momento te extrañé. Pasaban en la radio, que se escuchaba sonar en la casa cercana, una melodía que me resucitaba poco a poco e inesperadamente el viento dejo de soplar, la lluvia se detenía como si tuviese miedo y el letargo del deceso repentino plastificaba el momento, deteniendo el canto de las ranas que desde los zanjones se asomaban. Creo que el cielo crujió por última vez entre los nubarrones sombríos y comenzó a llover una vez más; toda la semana había diluviado, las plantas de mamá estarían gozosas y mamá también por supuesto. No quisiera que esto fuese una confesión antes de morir, sin embargo es inevitable, he muerto y ahora te entiendo, comprendo cada palabra desparramada por los aires… ahora sé que se siente que llueva el día de tu muerte, es hermoso….
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