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Ritos Ajenos

Cada domingo desde que recuerdo, tras los huevos con tocino y la leche con quaker, tocaba la fatigoza tarea de vestirme como “caballerito” la cual venía tomada de la mano del martirio de la peineta; cual via crucis previo a la misa de rigor, tras nueve pellizcos, dos tirones de orejas y un manotazo en el trasero por no despegar a tiempo la nariz de la vidriera del juguetero, finalmente llegabamos a la iglesia.

Imponente ella, con las torres del campanario cual largas piernas de una virgen de piedra, que promete los horrores del infierno a quien a sus mandatos no se someta. Allí todo era grandioso, descomunal y apoteósico, la opulencia de las joyas y ropas con que visten a sus santos, contrasta de manera cínica la humildad en vida que pregonan los curas a sus fieles. Después de los saludos de rigor a los conocidos presentes y las genuflexiones ante la pilastra de agua bendita y el altar mayor, seguían las largas omilías acarreadas de salmos coreados por los concurrentes, lo que solo presagiaban un sermón que. por su monocorde tono y letanía, solían descolocarme del sitio en que me encontraba para elevarme a mis propias alturas; aquellas donde solía regocijarme (y evadirme) de los procesos sociales que involucraban los vanos intentos de mi madre para mi educación católica.

Catalina, ella sabía compartir mis momentos de elevación con su mirada, ella era toda bondad en ese antro de amenazas; su dócil cabellera castaña cubierta por el velo blanco que usaba bajo las cúpulas de Dios, solía provocarme cierto molesto desasosiego en el estómago y bajo el cinturón. Sus manos desprovistas de todo adornos mundanos, siempre tenían un gesto de caricia en la distancia. Espigada, blanca y luminosa, su presencia no pasaba desapercibida ante mi atenta mirada; la golosina de mis pupilas, el néctar de mis soledades, la paz de mis tribulaciones mundanas y toda ella solo con su presencia saciaba la espera de toda una semana.

Si, la deseaba; a mis 10 tiernos años ya la deseaba, la quería para mi en el abandono de los salmos, en la desesperanza del Padrenuestro y en esa incómoda soledad de la iglesia que me provocaba gritar ¡Te amo desde que estabas en el vientre materno! Porque contigo quiero compartir desde mis lagañozos despertares hasta el último bostezo y luego dormirme suavemente en el abrigado horizonte de tu mirada. Ella que es toda sonrisa florida sin necesitar primavera, como los zapatos que me llevan a caminar todo el día cantando su nombre como esa canción que no necesité aprendérmela; no podría imaginar un día sin pensar en ella, es por eso que soportaba estoico el suplicio matutino de los domingos, solo para verla y con tan solo una mirada poder rehacerme de valor para seguir otra semana.

Los ritos, siempre los ritos... “los ritos son importantes”, le decía el Zorro al Principito; mas no decía nada de que estos tenían que ser impuestos, de la misma manera como se nos impone una familia y la escuela o la ropa que debes vestir, hasta que en la adolecencia uno corta lazos y desarrolla el super yo para asumir sus propios gustos, en fin; adiós al trajecito de marinero y hola a los jeans con zapatillas. Por eso, siempre habité en un lugar ajeno, aún siendo niño comprendí que mi vida no pertenecía a esta época; en casa vivíamos tres a pesar de ser solo mi madre y yo; allí vivíamos ella, yo y el desconocido que luchaba en mi interior para salir afuera.

Nunca lo hubiera comprendido, ni aún ahora que ya estoy lejos en otras tierras; estas tierras que a pesar de no verme nacer me dan esa sensación de pertenencia, de no sentirme extranjero en la casa que me criaron ni con la gente que te cruzas en la calle que te miran con cara de “a ti te conozco” sin haberlas visto antes.

Catalina sigue viviendo conmigo, cada día de mi vida en completa armonía; compartimos las mañanas con sonrisas y la falta de dinero con un abrazo profundo regado de lágrimas, sobrepasando con largas conversaciones y caricias lo cotidiano de nuestros trabajos y la fatiga de la diaria convivencia. Acá es diferente, como siempre quise que fuera; las personas puntuales trabajan sin sacar la vuelta, al trabajo se va a trabajar, si alguien tiene un problema, no anda de boca en boca en los corrillos de vecinas sino que le dan apoyo y no molestan. Catalina sigue siendo esbelta, con sus largas piernas que rememoran a las torres de aquella vieja iglesia, mas ella no es de piedra, sino fogoza como el centro del universo; porque cuendo me tiene en sus brazos me saca de este planeta y me deja dando vueltas por las estrellas.

Hay días en que la nostalgia como araña de rincón la acecha, y callada se sume en la contemplación del paisaje que hay cruzando el río que baña las columnas del puente que hay antes de salir de esta comuna; el mismo, donde cada año en la misma fecha, repito mi solicitud de casarme con ella y para fortuna mía siempre accede con un si que se ahoga dentro de mi boca.

Yo se bien a que se debe esa nostalgia, que corresponde tanto al tiempo que lleva separada de su familia y a la distancia, esa que no se mide en kilómetros por estar muy cerca; me refiero simplemente a aquella que se interpone entre sus propios deseos de hacer su vida como le plazca y la familia que no está de acuerdo como la maneja. En fin, para esos largos días de letanía contemplativa tengo como remedio un arsenal de diversos abrazos, besos acariciadores sin molestia y caricias de colores para irisar de nuevo su sonrisa.

Y es en esa sonrisa donde nuevamente me elevo, la misma que desde hace tantos años desde que era solo un niño me ayudaba a escaparme de esa caterva de feligreses de doce a una y los ritos de mi madre y su iglesia.


... porque los ritos de mi madre nunca fueron ni serán los míos.

Texto agregado el 27-02-2009, y leído por 110 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-02-2009 buen relato, me gusta la forma de describir los deseos precoces en medio de los rituales impuestos divinaluna
 
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