Te vi en la iglesia ese miércoles de ceniza, estabas así, como siempre me gustaba verte, con tu suéter capuccino, con tu cabello bien ordenado, con tus zapatitos cafés, con ese aire de liturgia que te daba tener miles de años más que yo.
Estabas en las primeras filas, escuchando el sermón, leyendo el Evangelio con tus pequeños lentes.
Recordé cómo eran los días de aquellos años, leíamos como locos y cantábamos canciones españolas y argentinas espléndidamente aprendidas en alguna estación de radio que no tuviera jazz. Recuerdo también que el café sabía mejor si estábamos juntos, aunque estuviera muy azucarado.
Los días eran buenos, sin duda, pero dejaron de serlo cuando el sistema nervioso nos falló y nos convirtió en sus esclavos. Cuando el temor y la incertidumbre nos atacó como un incendio en Australia, como el cambio climático afecta a las ballenas. Sí, así.
Te vi ese miércoles de ceniza y quise correr a tu lado, cantarte al oído que yo quiero ser... por siempre, por siempre, por siempre, decirte que la coincidencia nos hacía partícipes del paso de los cometas y el alineamiento celestial, que nos convertía en uno otra vez. Que el sonido viajaba a nuestro favor y los sueños caminaban en nuestros zapatos.
Salté cuando era mi turno, cuando me llamaron, entonces descubrí que estabas allí, sentado sin atender a nada, a nadie.
Me sentí tan transportada al pasado y al momento exacto del dolor que salí de la iglesia, caminé hasta el café, pensando que quizás habrá otro día, otro miércoles. |