Saturnino Quispe y Celinda su esposa, apenas podían juntar hasta un dólar diario, para cubrir la comida del día, vendiendo golosinas afuera de los cines. Era una familia numerosa, tenían cinco hijos que mantener y todos vivían en una chocita de apenas dos dormitorios. En uno, dormían los padres y en el otro, los cinco hermanitos, todos unidos por la oscura sombra de la miseria.
La vivienda estaba ubicada en la cima de un gran cerro, llamado El Zapallal, una de las zonas más paupérrimas de Lima. Desde sus alturas se divisaba el movimiento lento de una capital que todavía no despertaba a la prosperidad. Su paso lento era el reflejo de cómo andaba la gente, hace diez años atrás. El Zapallal es un arenal donde el viento silba como una flauta y el polvo cubre de gris aquellos hogares sumidos en la desolación y la tristeza.
No era grato levantarse cada mañana sin tener agua para el aseo o, simplemente para tomar un desayuno antes de empezar la jornada laboral. Acceder al agua era todo un lujo. Sentir su textura, significaba enviar a los más chiquitines a pararse en fila india desde las cinco de la mañana, al pié de un camión cisterna y pagar un sol por cada cubeta.
Los sábados y domingos Saturnino no descansaba. Aprovechando que la mayoría de la gente estaba en sus casas, tocaba las puertas de los barrios residenciales y se ofrecía como jardinero o albañil. Lo malo era que en los últimos meses no había casi demanda.
Tenía que ver la forma de conseguir más dinero. Una madrugada, se quedó pensando y pensando hasta que, por fin, se inspiró en una buena idea.
-Vieja, despierta, tengo una idea.
-Dime, Satur...nino. Qué.. se te ha ocurrido ahora.
Estaba ansioso de decirle a su esposa la gran idea que lo tenía iluminado como una lamparita de kerosene, pero luego se arrepintió.
-Mejor duerme, sigue durmiendo. Veo que no estás para escucharme. Es domingo, descansa un poco más.
Llegó el lunes y muy tempranito, hora en que los micros iban atestados de gente, Saturnino y Elenita, subieron a uno que iba muy destartalado, con dirección a las playas de Ancón. Se pusieron la ropa más rotosa que tenían, para dar más pena, según él. Con una quena sujeta a sus labios, Saturnino empezó a tocar música andina, al tiempo que la niña cantaba al compás de unas maracas.
Ambos le ponían todo el sentimiento posible a su arte. “Señoras y señores espero haberles alegrado la mañana, les pedimos que colaboren y nos pongan un centavito en este sombrero, mi hijita pasará por sus asientos”. Unos se hacían los dormidos; otros, sacaban del bolsillo una moneda o un billete con gran entusiasmo, sintiendo agrado de colaborar con gente tan pobre como talentosa.Muy raras veces el sombrero se quedaba vacío, lo normal era que se llenara con monedas de diverso valor y colores. No podían quejarse, pues les alcanzaba para comprar lo elemental.
Con el paso de los meses Elenita empezó a verse muy maltratada por el esfuerzo que hacía de levantarse en la madrugada, ayudar a su madre a preparar los alimentos, afinar su voz para cantar como una diosa ante los pasajeros y subir, bajar, trepar y empujar a la gente de los micros. Desplegaba una rutina que no debía realizar una niña de apenas trece años. Uno que otro pasajero le prodigaba una mirada de compasión.
A pesar de todo, bajo ese rostro afectado por el hambre y el cansancio, escondía unas facciones refinadas; tenía una carita ovalada como una media luna y unos ojitos silvestres iluminados de candor. Un ritmo de vida diferente, quizá hubiese realizado su semblante.
En uno de los incontables viajes de trabajo, Elenita fue vista varias veces por Pierina, señora italiana que la miraba con admiración, quedando completamente deslumbrada ante la voz melodiosa que aquella niña propalaba. La tercera vez, observó con detenimiento su rostro angelical y las inconfundibles dotes que tenía para el canto.
-Cual es tu nombre, niña?
-Elenita Quispe
-Sabes que cantas maravilloso?
-Gracias. Me agrada que le guste mi canto, señora.
A Pierina, por un momento, se le escarapeló la piel cuando tuvo a la niña cerca de su asiento. Era sensible ante la ternura de los niños, en especial los que no tenían más horizonte que su propio esfuerzo.
-Pensar que en Europa, los niños a esa edad, estarían cómodamente sentados viendo televisión; otros, jugando en algún centro deportivo. ¡Qué comparación, cuántas privaciones tienen que padecer las criaturas de este país, en estos lugares en donde no les llega ningún incentivo!.
-Hija, toma esto-. Gustosa, le puso un billete de veinte dólares en el bolsillo de su blusita marrón, visiblemente remendada con hilos de muchos colores.
La niña miró con sorpresa semejante billetón. Lo acarició con la punta de sus dedos adornados de ampollas. Nunca antes había visto uno igual y todavía por un monto tan elevado.
-Te aconsejo que se lo des a tu padre para que lo guarde en su bolsillo, no se te vaya a perder. Apúntame aquí tu dirección, te buscaré más tarde y hablaré con tus padres sobre algo que les pueda interesar.
Un taxi la llevó a Pierina hasta la dirección que tenía apuntada en su libreta. Era la única forma de llegar hasta ese rincón, tan empinado y alejado de la ciudad, que era como subir por una escalera rumbo al infinito.
Ese mismo día, cuando Saturnino y su hija llegaron agotadisimos, en el interior de la chosa los esperaba Pierina, sentada en una humilde silleta de paja media tembleque.
Pierina lucía buenamoza, de unos treintiocho años, alta, esbelta, de modales educados y vestimenta sobria pero elegante. Sus brillantes ojos, de un intenso verde limón, se alumbraron de emoción cuando Elenita se le acercó y muy atenta le dió un besito en la mejilla.
-El motivo de mi visita es para proponerles a ustedes, Celinda y Saturnino, me concedan autorización para que Elenita pueda viajar a Italia. Yo me encargaré de su educación, mantención, atención médica, y todo cuanto ella necesite para que tenga un futuro provechoso. Yo estaré esperando por la respuesta en este lugar –les entregó la tarjeta con la dirección del hotel-. Me quedaré sólo por un mes ya, mientras dure mi trabajo de profesora.
No los quiero ofender, pero aquí el futuro es muy incierto para Elenita.
-Dígame, señora, por qué usted tiene interés en ella, habiendo tantas otras niñas, igualmente, pobres en este país?- preguntó Saturnino con voz serena y pausada.
-Sucede que me impresioné mucho cuando ví a Elenita cantando en el micro. Una niña de su edad, asomándose a las puertas de la adolescencia, debería tener mejores oportunidades de vida y no estar expuesta a tanto peligro, como subir y bajar de los micros. Yo comprendo que ustedes, como padres, no les pueden ofrecer más de lo que no tienen.
Por la noche, los niños giraban alrededor de la cama de sus padres, preguntando una y otra vez, si dejarían que Elenita se vaya de la casa a vivir a otro país.
-Y si se la lleva como esclava, papá?
-No, fijo que en el mercado la venderá en dólares para ganar más plata con ella y si le va bien, vendrá luego por nosotras. !Qué miedo, hermanita, no quiero ni pensarlo!
-Vamos, niños, no especulen tanto, -dijo Celinda dispuesta a poner disciplina a los malos pensamientos-.
-Quiero escuchar lo que tú piensas, Saturnino. Eres el jefe del hogar.
-Tengo muchos temores. Podría ser para mal, pero también, si nos oponemos, podríamos privarle a nuestra hija de tener la oportunidad de un gran futuro. Nosotros nunca podríamos darle más que lo elemental para vivir y nada más. No habría para Elenita más futuro que estos cerros llenos de polvo y miseria del Zapallal.
Luego de una semana de pensar en el pro y el contra, los padres de Elena decidieron aceptar la propuesta de Pierina.
La despedida fue muy emotiva y quedó grabada en el corazón de Elenita. Se despidió de sus padres y sus demás hermanos. Su camita, que compartía con los más pequeños, quedó impregnada con el olor y el sudor de su blusita remendada con la que solía ir a trabajar todos los días.
Prometió a sus padres, con la firmeza de un adulto, que nunca se olvidaría de su familia y tan pronto juntara unos dólares, los mandaría a traer. Si llegara a juntar más, todos irían a vivir con ella, allá en ese país “grandote, en forma de una bota de soldado”.
La primera vez que subió al avión, imaginó los días en que subía a los micros. Al atisbar a la azafata, pensó que era ella, a punto de cantar una canción andina. Cuando vió a un pasajero caminando por los pasillos, imaginó que era su padre, tocando la quena. Eran fantasías propias de una niña con una profunda sensibilidad.
Dejó rodar una lágrima sobre su tierna carita. No había duda, pues su alma estaba partida. Una mitad aún se aferraba a su humilde chocita, símbolo de su miseria, pero donde llegó a ser feliz al lado de su familia.
Apenas llegó a Italia, Pierina la matriculó en un colegio particular. Por las tardes, aprendía el italiano con el profesor Pelozzi. Elena se adaptó, poco a poco, al ambiente, al clima, y al modo de vida impregnada de cultura, de ese viejo país europeo. Pierina hacía todo lo posible para complacerla con mesura y celebrar cada progreso que la niña lograba en sus estudios.
-Esa ha sido la mejor decisión que hemos tomado, Celinda. No nos hemos equivocado, nuestra hija está en buenas manos. Ella progresa cada día en el idioma, en sus estudios, en el deporte y, hasta en el arte. Pierina ha sido el ángel que Dios nos puso en el camino, viejita linda.
-Mira estas fotos, mujer, !¡Qué linda se le ve a nuestra hija, jugando en la nieve con todas sus amigas!.
Elenita era el orgullo de sus padres. Su pasión por el arte era notoria y lo asimiló con una velocidad inusitada. Al poco tiempo de adquirir la nacionalidad italiana, sus oportunidades para crecer en el arte, se ampliaron como un mar abierto. El primer gran paso que Elenita dió en tierra romana fué cuando hizo su primera actuación en el teatro de su colegio. Los aplausos la seguían en cada presentación. El público, emocionado, le pedía que cantara esos inconfundibles valses peruanos o que repitiera esa bella melodía andina del Cóndor Pasa.
-Se parece a la voz de Juan Diego Torres, sólo que en mujer, decían muchos que se deleitaban escuchándola.
Cuando cumplió diecisiete años, segura de sí misma, le dijo a Pierina que quería ser cantante profesional.
-Veo que el arte lo llevas en las venas. Nada impedirá que tus aspiraciones se hagan realidad. !Adelante con ese proyecto, mi linda mujer andina!. Así es como cariñosamente la llamaba, cuando hablaban de canciones o de arte en general.
El primer sueldo que ganó actuando en el Teatro de Sinfonía de Roma, lo guardó en un sobre, e íntegro, lo envió a sus padres.
-Mira, vieja, lo que ha llegado. Es una carta de nuestra Elenita. ¿Qué nos dirá nuestra muchachita? Cuando recibieron el dinero y contaron billete tras billete quedaron paralizados de ver que todo sumaba cientos de dólares. Era una fortuna para ellos. Ese dinero era el inicio de la dicha que el destino deparaba a tan sufrida familia.
Cuando Elena Quispe empezó a ser vista en todos los magazines, carteleras y shows de televisión, ella sintió que había llegado el momento de comprar los pasajes para que sus padres y hermanos la visitaran. Antes de aquella navidad, sus padres y sus cinco hermanos aterrizaron en suelo romano. Al bajar del avión, Saturnino y Celinda tuvieron el impulso de arrodillarse y besar el suelo aquel que generosamente le concedió grandes oportunidades a la hija querida.
La familia quedó complacida con las atenciones de ambas anfitrionas. Elena estaba buscando el momento propicio para hablar en privado con su familia.
El instante llegó un día en que Pierina salió apurada a su trabajo y los dejó a todos en la terraza, disfrutando de un día soleado y placentero.
-Bueno, querida familia, quería decirles algo.
-Habla, Elenita, tenemos cuatro semanas para dedicarnos a nosotros. Recuperemos el tiempo que hemos estado alejados.
-Tengo separada una casa, en las afueras de la ciudad, para que todos vivan juntos y dejen la chocita de El Zapallal. Es hora de cambiar y de disfrutar de mi trabajo, estoy en mi mejor momento; lo único que quiero es complacerlos en todo lo que se han privado durante los años de intensa pobreza.
Los cuatro hermanos saltaron de emoción al escuchar la propuesta. Elenita fue el mejor ejemplo a seguir. Ella inspiró a sus hermanos el amor hacia el estudio y el trabajo. Todos gritaron, al unísono.
-Yea…gracias hermanita. Nuestro futuro está aquí, en este suelo. !Que viva Roma!-.Estaban todos tan emotivos que se olvidaron de escuchar a sus padres.
-Tu madre y yo, mi querida hijita, estamos dichosos de tu progreso. Tu futuro está asegurado en este país. Nos dará mucha nostalgia tener que dejar lo poco o nada que teníamos en nuestra patria. Es toda una vida la que hemos tenido allá. Están los recuerdos, la familia, nuestro mundo. A pesar de eso, nada hay que pueda compensar estar al lado de nuestra adorada hija.
-Tu padre tiene razón, Elena. No tiene sentido que regresemos allá. Empezaremos nuestra vida aquí, a tu lado. !Nos tenemos a nosotros mismos y esta unidad familiar lo es todo, todo!.
Saturnino, Celinda, y los cinco chicos, se entrelazaron en un abrazo inolvidable. Una vez más estaban unidos, así como lo estuvieron en los tiempos de miseria. Con el tiempo, la chocita de El Zapallal empezó a quedar en el olvido. Con el tiempo, la casita de El Zapallal sirvió de refugio a otra familia, diferente a La Familia Quispe.
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