/ FIN DE LA FUNCION
a la memoria de A.Rimbaud.-
Se levantó el telón.
Los personajes, animados por las manos del titiritero, salieron a escena.
El teatro se tornó silencioso y opaco, los ruidos de las butacas se acentuaron y los cuerpos danzaron en sus numerosas almas.
Tenía 16 años, niño demonio, niño ángel, anciano lactante.
Su sabiduría espantó a las sociedades incultas y fatalistas. Su rostro era una fusión de amor y odio.
Volaba sin despegar los pies de la tierra, caminaba sin apoyar los pies en el suelo.
Genio desconocido de ocho gigantes años, pasó sin rumbo fijo por el valle de las vocales...
Y se bajó el telón.
El público aplaudía eufórico. Los aplausos ensordecieron los ojos, enmudecieron las manos temblorosas y sudadas por la emoción.
Bajé y me encerré en mi camarín, llegaban hasta mí los gritos, enfurecidos algunos, eufóricos de placer otros y los mudos de siempre que no enfurecen ni encolerizan y en silencio espectral mueren un día cualquiera esperando el permiso para alzar la voz.
Hoy escucho las voces quietas y las gargantas quemadas por el alcohol que sé, no comprendieron.
Miro mi rostro en el espejo y una mueca furibunda nace de mi lánguida sonrisa.
Espero que se borre, como cuando de un cuadro el artista mata una línea inservible para dar vida a trazos más perfectos. Me pinto para la segunda función, repaso mi letra:
“¡ Qué me importa a mí que Alejandro haya sido célebre! ¿Quién sabe si los latinos han existido? A lo mejor es una lengua inventada”
Soy todos, mujer-hombre, niño-anciano; hago un recorrido por el cálido retorno a mis orígenes y flotando me enredo en el interior de mi madre circunstancial; Diosa-Demonio, ángel en las tinieblas, demonio en el paraíso.
Me aferro desesperadamente al cordón mágico que me une a sus entrañas; no quiero salir, el mundo es frío en las noches de teatro incomprendido.
El telón se levanta.
La escena es la misma de ayer, como la rutina de viajar cada noche hacia los umbrales del territorio oculto, el rostro amenaza la mueca repetida; pero el espejo no se resigna a vivir cada mañana la monotonía de las manos en la cara.
Renazco en el aplauso interminable. Muero en el silencio superficial y fúnebre.
“En otro tiempo mi vida era un festín en el que se derramaban todos los vinos. Una noche senté a la belleza sobre mis rodillas y la encontré amarga, y la injurié. La desgracia ha sido mi dios desde entonces, me he secado con el aire del crimen, he invocado los desastres para ahogarme en la arena y la sangre, y aguardando las pequeñas cobardías en demora... la mano que escribe vale lo mismo que la mano que ara. ¡Qué siglo de manos!”
Igual que tu pierna, mi mano nunca será mía.
El sillón me recibe. Me hundo en las profundidades de la memoria y escribo un verso mediocre; escucho los aplausos silenciosos y tengo ganas de tomarme unas vacaciones, una temporada en el infierno.
Él me llama desde el otro lado, desde el paisaje inquieto y salvaje del pasado futuro y todo se funde en círculos viciosos de burla y desafío. Me recita su primer destello iluminado, “Les Etremmes des Orphelins.
Parecemos dos estudiantes, aun más que con Verlaine; Arthur sonríe.
Eran las diez de la mañana del 10 de Noviembre. El teatro se tornó silencioso y opaco. Él me espera en el ruido de las butacas, inclinándose ante mí y los aplausos alcoholizados de los mudos de siempre. Su mano invisible me toma de la cintura y me introduce en el laberinto filosófico de la sabiduría amordazada.
“Mientras que una locura horripilante destroza. ¡Pobre muertos! Existe un Dios que se ríe del altar, y que se duerme.”
Nikita.-
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