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Al montarme al autobús siento que la solidaridad aún existe, el chofer me hace señas que pase por detrás, subo y me desplazo a lo largo de la unidad para depositar en sus manos una de las monedas que apenas me queda. ¿Cómo llegó esa moneda a mí? Tal vez en algún momento de esa larga noche que tuve, junto al puesto del vendedor de tomates, alrededor de las bolsas, cerca del amanecer alguien la dejó caer entre los periódicos que me servían de cobija.
Tengo más de 7 semanas sin bañarme, desde aquella tarde que lo hice en la quebrada, cerca del Avila, con esa agua fría que me quemaba el corazón. Ahora, mi piel lidia entre lo negro del humo y las conchas que se encrispan en ella, cada vez que paso con mis tiras adheridas a lo que me queda de cuerpo, cerca de grupos de personas que caminan en otras vías, siento que mi olor los aturde, es como si los apartara del camino; me esquivan ya que mis humores corporales son insoportables, yo no me doy cuenta de eso, para mi el olfato es detectar olores en basureros maltrechos por la desidia del desorden, huelo entre la comida descompuesta la que me puedo luego comer.
Los otros seres humanos, distintos de mí, no tienen esa habilidad. Visto así he estado mutando hace años, soy otra especie, quizá un sobreviviente de la ciudad, durante el día nadie me observa, no se fijan en mí. Todos también tienen esa extraña habilidad de evitarme cuando me miran. Me miran y no me observan. ¿Seré acaso un fantasma de la modernidad? Mientras tanto digo o pienso en esto, hay miles y cientos de hombres y mujeres iguales a mí, que también se montan en los autobuses viejos y maltrechos por una concesión del chofer del autobús, que lo permite por gracia, por solidaridad o por miedo a que más tarde yo mismo le reviente con una piedra parte de los vidrios de su unidad.
Y también existen en esta misma ciudad, en este mismo país, miles y cientos de niños y niñas que también están buscando unas bolsas o periódicos para pasar la noche en ese rincón cerca del mercado, de la arepera nocturna, de la venta de pollos Mcyonoseque 24 horas, de esos locales que luego de terminar los comensales sacan en bolsas negras los desechos de las partes del pollo, regalos y sobras que para nosotros son el festín de la noche olvidada.
Me sorprende la cara de los que pasan en sus vehículos indiferentes y nos miran de soslayo, hurgando en esos espacios, esa mirada ya no es de perplejidad, es de miedo de que algún día ellos tengan que hacer lo mismo: meter sus impolutas manos en los desechos para sacar el conejo del sombrero: Comida descompuesta para poder seguir la vida. El asco es mi manera de vivir, me da fuerzas y me lleva a otra dimensión. Luego esa pega de zapatero, la que incrusto en mis narices aturdidas, me permite soñar en los mundos de mi infancia; conseguir esas piedras en la calle, de parte de proxenetas y de los sombie nocturnos me lleva a alturas increíbles.
Allá en la esquina unos policías matraquean a las prostis y travestis por el derecho de estar frente al farol. ¿Es una lucha de espacios, de monedas, o simplemente que el tiempo dejó de existir?...ya no lo sé, mientras me pregunto esto y mil cosas más que no puedo explicar, espero que el señor del autobús me permita subir a su unidad… tal vez así podré dormir esta noche cerca del vendedor de tomates…

Texto agregado el 25-02-2009, y leído por 167 visitantes. (1 voto)


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