Kamil se ofreció a acompañarla en su travesía hacia marte. Ankora, ansiosa por llegar a aquel lugar, se sentía embargada de una incalculable felicidad. Mientras caminaban, él le tomó la mano, sentía su sudor penetrando las células de su cuerpo. Era un día calmado, sin mucho movimiento, se respiraba aire puro y tranquilidad poco característica de aquella zona.
- Estoy cansada – dijo.
Se detuvieron un momento, y yacieron las carnes en un escaño, el único del lugar. Hablarían por horas, sin detenerse a pensar que la noche fría y desolada caía sobre ellos. La luna de marte sería la única testigo del volcán que estaba a punto de estallar. Comenzó él acariciando sus finos cabellos, sus dóciles manos empezaron a recorrer lentamente su piel, desde el cuello hasta el final de sus largas piernas. La excitación ascendía hasta el cielo, la temperatura subía, estrellas fugaces daban un toque de perfección a aquel momento. Ella, le arrancó los labios de un mordisco, lo atrapó con una hipnotizante mirada, de esas que no fallan, de esas que enloquecen a todos los hombres que han caído a sus pies (más de mil, lleva la cuenta). Él era dichoso con dos grandes montañas labradas entre manos, acerco su boca y empezó a beber del elixir de la vida embriagándose de ella, saciando su sed de placeres mundanos que corrompían su mente cada vez que la sentía cerca. Sus manos alrededor de enloquecedoras caderas, suaves al tacto, lo sumergían en torbellinos de dolor. Su gran virilidad penetro el centro de su cuerpo, encajaba perfectamente, y así estuvieron fusionados en medio de líquidos viscosos de diferentes colores y sabores, líquidos que los ahogaban en un mar de deleitación. Ambos, como hierro fundido, hervían al rojo vivo, permanecían en un estado de enajenación y no se habían percatado que el eje del universo se había detenido ante ellos y que ahora, la luz que irradiaban opacaba al sol. |