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Estábamos invitadas a una boda familiar, pero se iba a celebrar en otra ciudad, por lo que mis hermanas mayores y yo teníamos que desplazarnos en tren hasta la capital, Rabat. Con las maletas llenas de regalos para los novios y la familia, nos fuimos a la estación de Tánger.
Siempre que viajo, me acompaña un libro muy antiguo que heredé de mi abuela. Se llama "El ángel negro" y tiene en el lomo la imágen de un hombre muy moreno, con el pelo rizado y una sonrisa enigmática. Lo habré leído cién veces, pero su lectura se ha hecho imprescindible para mí cada cierto tiempo, porque siempre descubro una frase nueva que antes no había leído, o alguna palabra clave para mí en ese momento de mi vida.


Cuando llegamos, el bullicio y el jaleo eran impresionantes. Nosotras, acostumbradas a aquello por haber nacido y vivido allí durante años, no lo veíamos extraño, pero era para acojonar a cualquier forastero. Sólo los que conocemos bien esta tierra y esta gente no tememos nada. Al contrario, nos apasiona, pués lejos de todo exotismo al estilo de "las mil y una noches", es acogedor, entrañable y, por supuesto no deja a nadie indiferente.
Las mujeres caminaban con inmensas cestas llenas de verduras y frutas en la cabeza. Hombres y niños arreando animales y gritando. Aquello hervía de vida.
Una niña de unos diez u once años con un fardo en la espalda, se acercó pidiendo limosna. Le dimos unos dirhams y, cuando se dió la vuelta pude ver una mano pequeñita moviéndose, asomando por un lateral del fardo.

Creo que en ese momento éramos las únicas europeas que, entre tanta aglomeración luchábamos por abrirnos paso entre la gente. Cuando las puertas del tren se abrieron todo el mundo se lanzó a entrar en tropel. Y nosotras entre ellos, y prácticamente sin tocar el suelo, nos vimos dentro.

El trayecto Tánger-Rabat no es muy largo, unas cuatro horas. Pero aquél tren no era precisamente un "alta velocidad". El interior, bastante desvencijado y no muy limpio. Pero es lo que había, y los billetes que teníamos no eran de primera clase.
Empezamos entre empujones a buscar nuestros asientos, pero de pronto, un hombre muy alto, moreno, grande, aparentemente árabe y hablando perfectamente el castellano, se acercó y nos dijo que no nos podíamos quedar allí, que nos molestarían durante el viaje, y que fuésemos con él. Con dudas y recelo nos miramos las tres, pero decidimos seguir a aquel hombre hasta su compartimento, donde viajaba solo. Le comentamos que nosotras no habíamos pagado por aquello y que el revisor nos echaría cuando llegase, pero nos tranquilizó diciendo que ya estaba pagado. Efectivamente pudimos comprobarlo cuando un jóven con uniforme y gorra, entró pidiendo los billetes. El moreno se sacó cuatro del bolsillo y se los entregó. Volvimos a mirarnos sin entender nada.

Durante el viaje, otro hombre de mediana edad, ataviado con chilaba y turbante, pasó por allí y, al mirar a través de los cristales y vernos, entró en el compartimento. Con una sonrisa de dientes escasos y malformados, empezó a hablarnos mientras el moreno, tranquilo, lo miraba.
-Ninia, tú, muy guapa- me decía mientras se acariciaba su cara.
Miró a mi hermana mayor, y sin dejar de enseñar su maltrecha dentadura, le dijo:
-¿Tú, la mamá?
El moreno, ahora lo quería fulminar con la mirada. Habló en árabe con él, pero el de los dientes insistió:
-Io tengo mucho camello. ¿Cuánto camello quere por la ninia? Io te doy sinco camello- insistía gesticulando con la mano y los cinco dedos abiertos.
Cinco camellos pueden ser una fortuna, pero evidentemente, mi hermana me quería más a mí.
El moreno se puso en pié y, ante tal envergadura y nuestra mirada atónita, el otro se intimidó. Lo agarró del brazo y lo sacó al pasillo. Sólo nos dijo:
-Les pido perdón.
El de los dientes no volvió a pasar por allí.

Con el traqueteo del tren empecé a sentir sueño. Saqué el libro, y, ante mi sorpresa, la imágen del negro en la tapa había desaparecido. Busqué en el bolso donde lo había llevado, miré dentro por si se había caído pero no había nada. Instintivamente levanté la mirada hacia el hombre que se sentaba frente a mí, y con una disimulada sonrisa me guiñó un ojo.
El viaje transcurrió sin más, pero cada vez que miraba al moreno, me daba la sensación de que se estaba riendo de mí.
Cuando llegamos a Rabat bajamos del tren y, antes de poder agradecerle toda la ayuda que nos había prestado, había desaparecido. Mis hermanas volvieron al compartimento, pero yo sabía que no lo iban a encontrar. Saqué mi libro del bolso, y allí estaba, en la tapa, la imágen con la sonrisa enigmática.
Aquella noche, antes de dormirme abrí el libro por la última página y descubrí que acababa con una frase nueva que no había leído antes:
"A veces la fantasía le hace un guiño a la realidad y se alían para gastarnos una broma."

Texto agregado el 23-02-2009, y leído por 554 visitantes. (16 votos)


Lectores Opinan
30-05-2012 Me regale el texto nuevamente, es genial mi amiga, genial********* shosha
27-06-2009 regrese a leerlo despues de un tiempo,se quedo grabado en mi corazon,disfrute igual que la primera vez ,gracias amiga : shosha
19-04-2009 de verdad es una tremenda historia. la disfrute muchisimo. indudablemente el hombre misterioso las salvo a las tres. mis eternas supernovas.5* carolina52
09-03-2009 Agreguemosle una luna mas a las dos mil y una noche.. Bello relato amiga, abierto y sugerente. Un abrazo...Walter gerardwalt
07-03-2009 Entretenida historia la del ángel negro...El final convence.... grauer_wolf
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