Es difícil para una nación tener que esperar la muerte de alguien querido, pero es más difícil saber que la propia muerte es el centro de las habladurías nacionales. Un hombre de grandes ideas, de pensamientos profundos y de complejas interpretaciones de la realidad es una especie de espíritu en estas extrañas naciones del trópico, similares a voces de conciencia eterna que castigan y condenan los vergonzosos comportamientos populares. Todos y cada uno abren los oídos atentos a las palabras de estos sabios, pero al escuchar sus reproches decorados y sus condenas viran los ojos al suelo en evidente actitud de vergüenza y caminan luego de vuelta a sus casas, a ser como siempre han sido. A lo mejor se reprochan a sí mismos y en público su vida más marginal que digna, pero las voces de los sabios retumban luego sólo en el eco lánguido de las academias, pues en las calles el vergonzoso bullicio de la gente acalla las conciencias.
Así que la ciudad se expandía abajo, lejos del minimalista apartamento de aquel hombre sabio que moría lentamente, varios pisos más arriba. El único recuerdo de la ciudad que llegaba hasta allí era algún eco melancólico ya vencido por el aire o de alguna bocina impertinente que se atrevía a molestar. Y también el perfil de la ciudad que cortaba el cielo con la forma de sus rascacielos. Aquella muerte de cortinas abiertas le permitía el moribundo observar el país al que tanto habló y del cual recibió como toda respuesta silencio total.
- Francia, Francia, Francia de mi corazón – Se decía de vez en cuando – De haberme quedado dentro de tus bordes a lo mejor no habría sido mi voz tan muda.
Pero ya la Francia de su felicidad quedaba en su pasado. Él se encontraba en esta nueva nación tropical, que es nueva en cada segundo y que se comporta como las naciones jóvenes, inexpertas e inmaduras, incomprensibles para la lógica e incompatibles con la civilización. Y la luz que entraba por su ventana le recordaba esa inconmensurable realidad humana.
- Yo tenía la costumbre de mantener las cortinas abiertas en el apartamento que tuve con Arturo – Nuevamente y de repente comenzó a narrar el sabio en el umbral de la muerte – Pero él era tan privado y tan huraño que siempre las quería cerrar. Yo lo aceptaba cuando llegaba y yo mismo cerraba las cortinas y cubría nuestras vidas del la mirada impertinente del exterior. Cuando él llegaba mi mundo debía tornarse hacia él y hacia nuestra existencia privada. Casi era como un preso suyo, que cumplía condena por un delito no cometido. Para él yo sólo estudiaba y velaba por su bienestar. A parte de mis escapadas para ver a mis amigos inapropiados, todo parecía ir bien tanto para él como para mí. Ya en mis últimos años en la Escuela de Periodismo comenzaba a encontrar un nuevo mundo ante mí. Hice mis Pasantías en aquel famoso diario. ¿Quién no trabajó allí alguna vez? Era una escuela, sin duda alguna, para todo joven periodista en esa época. Ahora es sólo ese panfleto de mal gusto y saturado de publicidad. En fin, una vez, cuando ya me faltaba poco para graduarme, fui a una fiesta universitaria, pero fuera del recinto. Era en un centro nocturno famoso en ese momento que no se si todavía existe. Fluía el alcohol y el aire olía a marihuana. Hasta otras drogas más fuertes también pasaban de mano en mano sin control. Recuerdo esa música a todo volumen. Sí, los 60 era fue época fascinante para ser joven. La psicodélia, los bailes, las drogas, todo te empujaba a la libertad. Esa noche no sé cuanto bebí, no sé que fumé. Mucho menos sé que me metí en as venas. Pero de todos esos misterios el mayor de todos es cómo llegué al apartamento. De repente, todo lo que recuerdo es estar dentro de la ducha siendo mojado con el agua más fría de mi memoria, mientras Arturo me gritaba y me sostenía con fuerza. Me dolían los brazos de sus apretones, a la vez que me herían sus palabras. Me decía que era un irresponsable y un estúpido, niño mimado y malcriado. ¿Quién podría defenderse de eso? Yo estaba tan inerte, tan manipulable, apenas despertando de una especie de sueño de colores. Me dejaba insultar sin responder, me dejaba maltratar sin defenderme, dejaba que me bañaran sin tratar de correr, sólo lloraba. Es tan difícil comprender a veces los finales, pero cuando volteado al pasado, he determinado que ese punto fue el comienzo del fin para mi relación con Fausto, un fin que duró unos largos veinte años. |