El joven escritor observa en la distancia un mundo al cual no parece pertenecer. Es un mundo dónde el brillo de los logros de los otros opaca su descontenta y escabrosa realidad.
Sin embargo, esperanzado, levanta sus manos hacia ellos, anhelante, esperando que la vida o el destino, cual entes animados, se manifiesten ante él y respondan su llamado, calmando así su incansable corazón, lleno de temores, que busca en el horizonte el propósito de su mundana vida, mas no encuentra sino desesperanza.
Él fija sus ojos atentos en los rostros de sus compañeros. Busca en ellos un reflejo, siquiera pálido, de su propio descontento. Mas, ¿qué encuentra, sino dioses?
Todos ellos sonríen, y de sus labios, entumecidos por la hipocresía, sólo escapan palabras apropiadas. Sus cuerpos perfectos, sus mentes ilustres, sus corazones tranquilos…sólo son capaces de producir acciones correctas, infalibles.
¿Y el joven escritor?
Pues él percibe en sí mismo todo lo opuesto. Se cree expuesto ante el escrutinio de los agudos ojos de aquellos dioses, y se retira en silencio a sus sombras.
Se aparta caminando entonces, apresurando su huida. Mas, fuera de la vista de los dioses, es capaz de detenerse y tomar un respiro para tranquilizar su alma.
Es en ese instante que su mirada recorre por primera vez el resto de los rostros que lo rodean. Observa en ellos el reflejo de su propia impaciencia. Observa sus aceleradas zancadas, sus gestos ansiosos, sus expresiones inquietas… Observa una vida que se disuelve en el tamiz de la apatía.
Ninguno de los caminantes se detiene. Todos se dirigen a un destino importante, y no tienen tiempo para apreciar el mundo que se alza, imponente, a su alrededor.
El joven escritor vislumbra entonces la belleza de los árboles, de las casas, incluso de los rostros. Se permite perder la mirada en aquél festival de emociones, colores y formas. Se permite contemplar, por un momento, la vida misma, libre de especulaciones, reservas y juicios.
Comprende así que es en ese popurrí de sensaciones y experiencias que la vida del hombre adquiere un sentido.
Finalmente llega a su sombrío hogar, dónde pasa innumerables horas intentando crear rimas a partir de sus complicados sentimientos. Más, esta vez, corre las cortinas, dejando entrar la luz del sol y la imagen de los transeúntes.
Toma asiento en una butaca de terciopelo y sostiene entre sus manos una libreta y una pluma.
Mientras pasa las páginas fervientemente, observa los numerosos borrones y correcciones de tantos trabajos inconclusos. Encuentra en aquel momento una página en blanco y observa el panorama.
Deja que su mente viaje, pero esta vuelve con palabras pomposas, acostumbrada como está a intentar impresionar al lector. Sin embargo, él las sacude, y escribe con transparencia lo que observa, pues es ahora consciente de la maravilla de su agitada realidad.
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