Se bajó del tranvía en la avenida, caminó la cuadra restante bajo la sombra de los plátanos, mientras esquivaba prolijamente las manchas del sol, todavía despiadado de marzo.
Cuando llegó a la puerta del local, se detuvo un instante. Abrió la cartera, sacó un pequeño pañuelo con puntillas y delicadamente se enjugó el leve roció que la tarde calurosa le había formado sobre el labio superior. Guardó el pañuelito, verificó que el cierre de la pollera estuviera exactamente a mitad de la cadera y entró al salón. Otra breve parada para acostumbrarse a la penumbra de la confitería le sirvió para divisarlo a los lejos, nerviosamente parado junto a la mesa cercana al espejo. Un nuevo gesto de preparación y se decidió a caminar entre las mesas hacia la figura erguida que la esperaba anhelante. No pocos en las mesas levantaron la vista de sus asuntos para mirarla pasar y no pocos se dieron vuelta para seguirla con la misma mirada, fija en aquellas caderas tan bien cubiertas por la pollera color verde claro.
Ya en la mesa cercana al espejo, él se acercó a recibirla tomándola de una mano, mientras con una mirada de alegría le decía:
__ Amelia!. Que gusto verte, creí que no llegarías a tiempo.
__Para nada Abelardo. Me fui hasta la Plaza San Vicente para tomarme el tranvía porque seguro que llegaba puntual.
La charla siguió entre comentarios sobre el clima y el casamiento al que habían ido juntos el sábado anterior. Abelardo prefirió postergar el Campari para otra oportunidad y Amelia aceptó una gaseosa de esas nuevas que se promocionaban, en vez del té caliente.
Rieron, se miraron, se tomaron de las manos, tomaron mas bebidas frescas y cuando la tarde se hizo crepúsculo, Abelardo pago la cuenta e invitó a Amelia a caminar por el centro. Ella aceptó gustosa, se levantó de la mesa cuando él le retiró la silla y se colgó la cartera en el antebrazo derecho. Abelardo le tendió el brazo y ella deslizó su mano para tomarlo. Sintió la frescura de la tela liviana del saco y a la vez, con una grata sensación, el costado firme de su cuerpo.
Caminaron por el centro y en cada vidriera de tiendas de moda, Abelardo aminoró el paso para permitirle mirar las ofertas de fin del verano. Ella, permaneció atenta a la charla de él y solo revisó los escaparates con una breve mirada despreocupada. Tomaron la Avenida Sarmiento y llegaron hasta la plaza, volvieron sobre sus pasos y la noche y el centro de la ciudad se agitaron en idas y venidas de paseantes.
Abelardo esperó hasta ese momento y su charla derivó en nuevos recuerdos sobre la fiesta del sábado anterior, la pareja de amigos que se había casado, la familia de ella que lo había conocido hacia unas semanas y el pequeño departamento en el Pasaje San Martín que los hermanos de Abelardo le habían dejado al muchacho, después de la muerte de los padres. Amelia lo escuchaba con verdadera atención y, en secreto, esperaba que alguna vez Abelardo le mostrara el departamento. Abelardo no se había animado a hacerlo para no ofenderla. Esa tarde, sin embargo, había decidido invitarla a su casa después de la caminata.
A las nueve de la noche volvieron al cruce de las avenidas y Abelardo le propuso a Amelia subir unos minutos a su casa. El ascensor de jaula trepó entre las escaleras y los dejó en el primer piso. El departamento los recibió apenas con sus dos ambientes, un enorme baño sala, una cocina pequeña y un gracioso patio con una escalera que llevaba a la azotea. En el recibidor, el enorme espejo apoyado en el suelo les devolvió la imagen cuando entraron. Amelia recordó la imagen de ellos mismos en el espejo de la confitería y concluyó para sí que formaban una buena pareja
La sala tenía unos muebles discretos y funcionales que Abelardo había comprado de segunda y la otra habitación, una cama y un escritorio donde trabajaba cuando salía del banco. En el patio, unas cuantas macetas y una mesa y sillas de jardín que había heredado de su madre. El resto eran muchos libros, unos cuadros de su familia que siempre le gustaron y la máquina de escribir Underwood que heredara de su abuelo. Amelia miró la página atrapada entre los rodillos de la máquina de escribir y alcanzó a leer una sola frase que le aceleró el corazón; “… tan sólo su mirada, me vuelve el ser más feliz del mundo.” La repitió varias veces en su mente, revisó el resto de objetos que poblaban el departamento y se sentó en el sillón de la sala.
Se miraron unos segundos resistiendo el silencio indiscreto que se instaló entre ellos y el se sentó junto a ella después de haberse sacado el saco. La cartera de Amelia descansaba solitaria en el sillón. El le tomó las manos, se las besó y ella lo miró a los ojos para descubrir una enorme ternura y una creciente ansiedad. Abelardo no dijo nada, sólo le rodeó las mejillas con sus manos, acercó su boca a la de ella y la besó apenas con un roce. Ella bajó la vista y la dejó posada sobre la tela verde claro de su falda.
Abelardo le dijo que la amaba y Amelia sonrió ruborizada. Le confesó estar desvelado de amor y ella le retribuyó la confesión con la suya propia de sólo pensar en él. El le pidió disculpas por la efusión y volvió a sus manos mientras sus ojos se detenían por unos segundos, en el escote entreabierto de la blusa. Ella notó la mirada y enderezó la espalda para abrir más la blusa y destacar los discretos pechos que tenía. Él subió por los antebrazos, acarició los hombros estrechos bajo la blusa y bajó hasta el escote con una delicadeza infinita. Ella lo miró nuevamente a los ojos y permitió que él continuara.
La cama los recibió en la penumbra del dormitorio, apenas iluminados por las luces de la noche exterior. Los ruidos del centro quedaron lejos mientras se descubrían y se conocían, en ese día tan esperado por ambos. Se amaron una y otra vez y Abelardo pudo desahogar toda su experiencia, ganada con algunas mujeres no queridas. Amelia aprendió y se entregó a su Abelardo, confiándole su plena intimidad.
Durmieron entrelazados, despertaron y volvieron a amarse, se ducharon en el enorme baño salón y se vistieron para salir a la noche. La imagen del espejo del recibidor, los volvió a replicar formando una buena pareja. La noche tibia de finales del verano los acompañó por la ciudad hasta la parada del tranvía. Esta vez subieron juntos y viajaron abrazados hacia la Plaza San Vicente. Abelardo la acompañó hasta la casa, saludó a los padres, prefirió no quedarse a cenar y se despidió en la puerta de calle de Amelia.
El tranvía de las 11:30 de la noche lo llevó de nuevo al centro, compró cigarrillos, caminó hasta su departamento y se tendió en la cama en la oscuridad.
Sintió el perfume de Amelia todavía en la almohada y sonrió porque sabía que se quedaría para siempre.
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