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Inicio / Cuenteros Locales / angelateo / La Memoria del Sabio que Muere. Parte I

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I
La Memoria y la Materia

Allí, el hombre más querido de su país, un hombre conocido y respetado en el mundo entero, comprendido y estudiado, cuyos escritos, discursos y obras habían fascinado a millones, yacía como cualquier otro hombre, ya de edad avanzada, sobre su blando lecho, envuelto en finitas sábanas de seda blanca. Sus seres queridos, aquellos que tuvieron la gran suerte de significar algo en su vida, le rodeaban, sollozantes algunos, quizá quienes de verdad lo amaban, algo indiferentes otros, tal vez los interesados que siempre estaban cerca. Otros se veían más bien expectantes, esos quienes no le conocían bien, pero que se sentían emocionados al poder presenciar un momento seguramente histórico.

Aquel hombre miraba obsesivamente al techo de su habitación, a lo mejor inundado entre a blancura extrema de aquel lugar. Una gran ventana panorámica, con las cortinas abiertas, inundaba todo de una luz solar hermosa y vital y dejaba ver el perfil de la ciudad, con sus grandes rascacielos en la cercanía. Todo moderno, cada objeto, cada centímetro de pared, cada cuadro y la bella cama, que parecía levitar en el aire, hacía notar el buen gusto y de avanzada del moribundo. Todo lo que le hizo disfrutar en vida le rodeaba en sus líneas rectas y abstractas a la hora de su muerte. Por un momento comenzó a explorar cada objeto. Los miraba a cada uno y parecía encontrar en ellos un recuerdo particular. A lo mejor recordaba en el momento en el que los compró, o recordaba a esa persona que le se lo había regalado. Seguramente recordaba todos los momentos que giraron alrededor de cada uno de esos objetos. Para un hombre con muy pocos objetos como este, amante del minimalismo y las líneas puras, cada objeto en su vida permanecía sólo porque representaba algo.

- Sólo falta él – Dijo de un momento a otro, con su voz quejumbrosa – Sólo falta él. Todo lo que tengo, cada una de estas paredes se comunica conmigo. Me dice algo. Cada objeto. ¿Ven ese jarrón sobre mi mesa de noche? Lo compré junto a Arturo en Francia, en nuestro primer viaje a París. Me dijo que lo compraba porque sabía cuanto me gustaba. Pero él, no… él lo detestaba profundamente. El cuadro colgado en aquella pared, ¿Lo ven? Sí, es un cuadro blanco con una línea gris que lo atraviesa. Sin embargo, es el equilibrio perfecto de las formas. Tiene las proporciones del rectángulo de oro y la línea atraviesa justamente en la proporción aurea. Por supuesto, es muy pretensioso. Lo hizo una amiga mía de la época universitaria, Carolina Petit, una artista que nunca tuvo éxito pero sí muchos hombres. Fue un día a vivir a Paris en donde no se sabía si era una prostituta que pintaba o una artista ramera. Al final acabó con su vida, no sé si la sífilis o la gonorrea o la clamidia, no lo sé. En aquella época ese minimalismo abstracto al extremo estaba tan de moda que estas cosas eran muy comunes. Cuando Arturo lo vio dijo que eso mismo lo pudo hacer él y que de haber sido así no lo habría colgado en la sala de la casa. En ese momento nosotros vivíamos en un pequeño departamento, recién mudados. Sus padres lo había casi desheredado y los míos, bueno, no tenían ninguna herencia que quitarme, pero no querían saber de mí. En esa época eso de dos hombres viviendo juntos era casi el peor de todos los pecados. Un pecado mortal sin perdón. Por eso, para ambos era muy importante que aquel lugar, nuestro apartamento, fuera como una isla del mundo, en el cual nada del mal que nos rodeaba llegase hasta nosotros. Pero, claro, el mal ya estaba en nosotros. Yo, tan joven e inmaduro, con mis ínfulas de artista, andaba por allí, encantado con esas cosas revolucionarias como ese cuadro. Pero Arturo lo odiaba profundamente. El era tan básico, tan simple a veces. Era tan estructurado. Era un hombre de verdad, justo lo que yo más amaba. Me dijo que quitara esa cosa ridícula de la pared y yo, tan tonto, me enfrenté a él y le dije que jamás lo haría. Desde ese entonces ese cuadro se convirtió en una especie de manzana de la discordia entre ambos. Cada cierto tiempo estábamos cada uno a un lado del cuadro, discutiendo. Me decía que un día iba simplemente a tomarlo y a romperlo. Y pudo haberlo hecho. El era un hombre, un hombre en todo el sentido de la palabra, hasta era temible, en cambio yo, era casi un niño en ese momento, un niño que se escapó de su casa para buscar a otro padre. Pero sí, era un niño problemático, sin duda alguna. Vivíamos lejos de los suburbios acicalados, en el centro pobre de la ciudad, que era donde vivían los nuevos artistas de vanguardia, todos sumidos en la pobreza y la marginación inicial de toda revolución política o estética. Arturo trataba de mantenerme alejado de todo eso, pero mientras él trabajaba para terminar de pagar mi universidad, yo andaba en mis ratos libres por allí, haciendo amigos poco apropiados entre la plebe avant guard. Por supuesto, yo trataba de que él no supiera nada, porque realmente le temía, a veces incluso le tenía miedo. En una oportunidad regresó antes de lo esperado del trabajo, no puedo recordar por qué, pero veo su rostro enojado cuando me fue a buscar a casa de un vecino, uno de esos artistas entre hippie y rasta de aquella época. Aquella imponente figura morena, con la barba tupida y los brazos de obrero de la construcción flexionados y los ojos terriblemente fogosos. Me tomó violentamente por un brazo y me llevó hasta el apartamento. De verdad, pensé que me iba a pegar o algo así cuando llegásemos, pero no, jamás lo hizo, ni siquiera en esos momentos de absoluta vulnerabilidad de mi juventud más rebelde y perdida. Me castigó. ¿Pueden creerlo? Me castigó. Me dijo que estaría un mes sin salir de casa y que él mismo iba a asegurarse de eso. Creí que me encerraría o algo por el estilo. Pero no fue así. Me llamaba cada media hora y si no le contestaba, aumentaba un día mi castigo. Me trataba como a un niño y yo reaccionaba ante él como con un padre. Fue un tanto rara esa situación de tener tanto a un padre como a un amante en el mismo hombre. Esa mezcla extraña de miedo y lujuria me mantenía atado a él, pero ni eso pudo con mi cabeza caliente. Y ese cuadro es una muestra de ello. Yo le temía profundamente, pero ese objeto nunca se movió de su lugar en el miserable apartamento. Era un símbolo de doble dirección. Para mí su permanencia significaba mi rebeldía, mi sublevación, estaría allí mientras yo estuviera allí, a pesar de que él lo odiaba. Para él, su permanencia significada el profundo respeto que sentía hacía mí, un respeto que jamás le permitió abusar de mí, a pesar de mi juventud, mi vulnerabilidad y mi inmadurez de aquellos días. Sí, lo recuerdo cada vez y cada vez me parece más que Arturo era un hombre, un verdadero hombre. El único hombre de que he tenido en mi vida. Los demás jamás fueron como él.

Texto agregado el 22-02-2009, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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